Merlí, Sapere Aude, I y II, de Héctor Lozano

 Atrévete a pensar, a tener juicio

Comienzo con la traducción del título para el encabezamiento de la entrada, que me ha proporcionado mi amiga y experta latinista, María Ángeles. La original, Merlí (2015-2018), la vi a salto de mata. Al final me acabó atrapando la personalidad arrolladora del profe de filosofía de aquel instituto barcelonés, encarnado por un desbordante Francesc Orella, que a veces, en sus provocadoras propuestas, me recordaba alguno de los trucos que yo empleaba en mis clases para conseguir captar atención e interés. Los protagonistas jóvenes tenían una frescura no impostada, que venía directamente de la escritura de un buen guión. En 2019 se estrenó la continuación (no sé lo que quiere decir spin off), Merlí, Sapere Aude, en la que su creador, Héctor Lozano, y su director, Menna Fité, daban continuidad a uno de sus personaje, Pol, una vez que éste accede a la Universidad, decidido a seguir los pasos de su maestro por los caminos de la filosofía. Tampoco en ese momento, estrenada en Movistar+ tuve la oportunidad de seguirla. Ahora me he tragado de dos sentadas sus ocho capítulos de 50 mi. cada uno, sabiendo que hay una continuación en una segunda temporada y que se va a ir pasando semanalmente en el mismo canal, hasta su conclusión en mayo de este 2021. 

La vida universitaria ha cambiado enormemente desde mis tiempos de estudiante en los 70, pero creo que se mantiene, entre los recién llegados al alma mater, esa sensación de inseguridad, de afán de descubrimiento, de mitificación de algunas figuras profesorales, de establecer relaciones de colegueo que puedan ayudar al trabajo colaborativo, lo que no deja de lado los piques por competitividad, los empujones por conseguir un buen lugar para lograr terminar con éxito, y por supuesto todo el mundo de los afectos que cada quien trae consigo, ya resueltos o por construir. Después de cincuenta años todavía mantengo amistades que empecé a cultivar en Valencia, Paco, y en Salamanca, Isabel. Todo ello está en la serie, en ese grupo de cinco amigos de primero de Filosofía que aprenden a conocerse, a pensar por sí mismos, a poner a prueba sus emociones, a confrontar sus opiniones ayudados por una profesora poco convencional, por decirlo suave. Su método socrático espolea al alumnado a poner en cuestión sus ideas preconcebidas y a discutir entre ellos y, conforme adquieren seguridad, con la propia profesora, que arrastra un problema de alcoholismo importante, dada su situación personal. Hay diferencias de clase social, de origen geográfico, de ambiente familiar, lo que provoca lógicos enfrentamientos. La orientación sexual es ahora más fácil de expresar que lo era en mi época, cuando se consideraban un delito según qué preferencias. La bisexualidad del protagonista no trae consigo más angustia que la de sentirse rechazado por quien uno desearía ser querido, como le sucede a otros personajes del grupo con sus apuestas afectivas.
 
Al buen resultado de esta primera parte ayuda un diseño de producción excelente en el que, además de mucho dinero, se ha contado con la colaboración de unos exteriores e interiores magníficos. Menuda tarjeta turística, la de esta Barcelona prepandémica, en la que la vieja sede universitaria luce todo el encanto de lo antiguo, ese claustro recoleto, esas aulas escalonadas con iluminaciones exquisitas, el viejo Barrio Gótico, el Raval, la Barceloneta, las panorámicas... Dan ganas de volver a escaparse a esa ciudad que para mí fue siempre un lugar en el que respirar a pleno y libre pulmón, y que ahora ha ido oscureciéndose por todo el conflicto vivido desde hace unos años. De hecho, la naturalidad con que se alterna el catalán y el castellano entre los personajes es otro de los aciertos de la serie, pues refleja la normalidad con la que siempre vi convivir las dos lenguas en mis numerosas estancias allá. La Bolaño es María Pujalte, la contrafigura de Merlí. Su descreimiento de todo, su ironía, tan políticamente incorrecta en temas y lenguaje - la muerte, los derechos laborales, la sexualidad, la felicidad - , su escepticismo sobre los siempre dudosos resultados del trabajo de poner a hervir las mentes de su alumnado, está servido aquí con una verdad conmovedora. El otro puntal es Carlos Cuevas, que ha ido madurando como actor al tiempo que su personaje, que no deja de ser vulnerable en sus dudas, en sus errores, en su reflexión continuada sobre la vida. La dicción clara, poco frecuente en los actores jóvenes y atropellados, lo carga de naturalidad y verdad, así como la intensidad de sus miradas, tanto de las divertidas y pícaras, como las emocionadas y arrasadas por el desencanto. Y la voz de la experiencia:
Anna Maria Barbany como actriz jubilada y llena de experiencia, con una retranca y un poderío imposibles en alguien más joven, así como Boris Ruiz, que hace aquí de un padre charnego, cercano y comprensivo. 
 
En la segunda temporada, con todos los personajes ya conocidos, se introducen algunos elementos nuevos, sobre todo Axel, Jordi Coll, un talludo ebanista encargado de restaurar el Paraninfo. Tras el enamoramiento frustrado de Pol en la temporada anterior, surge entre ambos una química no resuelta, ya que el estudiante guarda un secreto que lo atormenta y que no sabe ni es capaz de compartir: es seropositivo y ha de aprender a vivir con ello. La relación con la Bolaño, esa Pujalte tan frágil, tan compleja, tan  arisca, es cada vez más personal, más madura, y la necesidad de Pol de encontrar un trabajo que ayude a su escueta beca le lleva a presentarse en La Satanassa, un bar de copas regentado por Dino, un Eusebio Poncela de estupenda gestualidad, de vuelta ya de casi todo y capaz, con su carga de experiencia vital volcada en gozar de todo lo que le sucede, de orientar a Pol en su búsqueda de la felicidad, a pesar de las dificultades que el ser adulto comporta. La altura que alcanza el protagonista oscurece las subtramas ligadas a sus compañeros y algunos de los capítulos parecen de relleno, como la fiesta de disfraces. El otro gran pilar de Pol es la figura del padre, que aquí alcanza una altura considerable en la relación afectiva con su hijo, al no saber cómo respetar su intimidad y preocuparse por él a la vez. 

El guionista ha sabido no caer al final en el ternurismo ni en la lágima fácil. Y sin embargo a mí me ha emocionado el reconocimiento público que el hijo le hace a su padre. Estoy seguro de que los míos sabían cómo los queríamos, aunque nunca haya dejado de pensar que siempre se pueda hacer esa declaración de amor que los padres merecen de una forma más explícita y no lamentarlo cuando ya es imposible porque ya no están. El último capítulo titulado "Maestros", también me ha tocado dentro. Mantengo relación con gran parte de mi alumnado, con algunos casi cincuenta años después de dejarlos de la mano. Y es cierto que las muestras de afecto y gratitud son frecuentes, facilitadas por las redes, pero pienso que en ello hay mucho de la nostalgia por ese momento auroral, de apertura al mundo, en que trabajé con ellos y en los que volqué el deseo de que crecieran aprendiendo unos de otros, unos con otros. La definición que hace la Bolaño de lo que hemos podido ser para muchos, me ha parecido redonda: "Un maestro es un grato recuerdo". Así pues, y aunque en algunos aspectos y personajes la serie se haya desdibujado algo en esta última temporada, creo que mantiene el interés y que deja abierto el final sin cerrarlo con el obligado y habitual Happy end. Larga vida a quienes deciden dedicar sus afanes a la enseñanza, a animar a los que llegan a atreverse a pensar.
 
José Manuel Mora..
 



 
 

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