Una noche sin luna, de Juan Diego Botto, sobre textos de Federico García Lorca

 ¡Qué raro que me llame Federico...!

Todo se va juntando, probablemente se trata de la famosa fatiga pandémica. Pensaba volver al teatro ya vacunado y con la tranquilidad que no tuve cuando asistí en octubre del año pasado, en pleno horror de la tercera ola, a ver Jauría, que tanto disfruté, a pesar de la inquietud que reinaba en un ambiente de enmascarados en el que era difícil reconocer a nadie, con lo que algo del acto social que es presenciar una función, quedaba recortado. Han seguido representándose espectáculos en el Teatro Principal y no me he animado a ir. Lo he hecho ahora por varias razones. Una noche sin luna viene de la mano de su creador y actor único, Juan Diego Botto (Buenos Aires, 1975), que siempre me ha parecido de confianza aunque no recuerde haberlo visto en teatro, y que aquí me la refuerza al comprobar la inteligencia que ha exhibido al enlazar lo escrito por él con los textos de Lorca, en una tarea que le ha llevado cuatro años. El director también me la merece, Sergio Peris-Mencheta hizo que me lo pasara en grande con su montaje de Lehman Trilogy. Y por último, la temática, centrada en la persona de Federico, su figura y su obra.

La cola enorme a la puerta como un acto de militancia, saludos  a quienes hace tanto tiempo que no hemos visto, reconocibles a pesar de las mascarillas, el protocolo de teléfonos y toma de temperatura, en fin, estas cosas a las que no sé si no nos tendremos que acostumbrar definitivamente. El teatro estaba todo lo lleno que la limitación de aforo permitía y hacía mucho que no me tocaba subir a gallinero, al no encontrar otras localidades disponibles. Tal vez por eso había cambiado el paisaje humano y la juventud dominaba a las canas que abundan en el patio de butacas. Y con las luces de sala encendidas, aparece el actor, pide silencio y explica que la función se suspende por una denuncia interpuesta contra parte del texto que pensaba representar. La gente eleva un murmullo de desencanto, pero estoy seguro de que vamos a tener representación. Una vez más la magia del teatro hace que un texto real de los años 30 se convierta en una excusa para elevar la voz en favor de la libertad de expresión y en contra de la censura, incluso hoy. Y entonces sí, desvelada la argucia, se apagan las luces y se alza el telón. Una plataforma de madera en plano inclinado diseñada por Curt Allen ocupa todo el escenario. No imaginamos todo lo que ese único elemento, junto con la iluminación de Valentín Álvarez, acabará dando de sí: un teatrillo de marionetas, una fosa, un barco, un pedestal, una plaza, una sala de conferencias. Y no podemos olvidar que la pandemia sigue ahí al ver al actor con mascarilla.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Hace un par de años presencié el trabajo de la Espert de la mano de Lluís Pasqual sobre el Romacero gitano  y no es que esperara algo semejante, pero cree uno que es difícil que se pueda volver a sorprender con una propuesta sobre textos de Federico. No hay sin embargo nada arqueológico en la puesta, y eso me atrapa desde el principio por lo inesperado. También aquí hay una ruptura de la cuarta pared y es el actor, y por su boca el poeta, quien interpela a los espectadores de patio, que son a quienes tiene más cerca. El trenzado de fragmentos de conferencias, de anécdotas infantiles, poemas, críticas recibidas o sucesos vividos en la Residencia de Estudiantes, de entrevistas y charlas dadas por el escritor, advierte hoy de que no se va al teatro como diversión, "a ver lo que pasa y no lo que nos pasa", sino a confrontar con la propia realidad. Y nos vamos quedando atrapados en el torbellino de lo que se nos cuenta a través de la voz de Botto, que es el poeta, o un espectador airado que parece recién llegado de la campaña electoral madrileña, o la del denunciante de la función de D. Perlimplín, o quien golpea a Federico en la plaza de un pueblo manchego por maricón y bolchevique mientras representaba con La Barraca. Y surge la reivindicación del papel de la mujer, la defensa del amor libremente elegido hacia Rodríguez Rapún, su posicionamiento junto a los pobres: "Siempre estaré del lado de los que nada tienen y hasta la tranquilidad de la nada se les niega".
 
La referencia a Teseo y su barco, que el actor evoca como una digresión irónica y divertida, acaba siendo explicada y cobra pleno sentido al convertirse en la piedra de toque de la memoria que sustenta lo que somos, "somos lo que recordamos de nosotros mismos. Cuando se nos borra nuestra historia se nos borra nuestra identidad", y la colectividad a la que pertenecemos. Y así, el recuerdo de las decisiones que el escritor fue tomando son las que lo fueron llevando a su Granada, al lugar de su fusilamiento en aquella noche terrible sin luna, ésa que hace aparecer entre sus manos el actor. Y la paradoja se produce cuando, ante esa convocatoria del recuerdo, acabamos viéndonos reflejados en nuestra actualidad y ello conmueve hasta los tuétanos. El silencio era sepulcral y la emoción se palpaba. Los quiebros humorísticos ayudaban a sobrellevar la tensión creciente. El fogonazo final y el oscuro lo dejan a uno con el corazón encogido.
 
Para un actor, estar casi dos horas sobre las tablas sin un respiro es un tour de force. Son muchos montajes los que he dirigido y sé lo que cuesta estar, desdoblarse, encresparse o dejar paso a la emoción, cambiando sólo el tono de la voz para convertirse en otro. Botto está cercano, incendiario, peleón en sus bajadas al patio, íntimo, cada vez más maduro como actor. Peris-Mencheta lo ha dirigido con enorme agilidad, posibilitándole todos esos registros que él, como autor, ya traía seguramente de casa. La versión que hace Rozalén del "Anda jaleo" deja clavados a los espectadores en un silencio inerme. De la misma forma que el cierre, con el "Pequeño vals vienés" de Cohen cantado por Enrique Morente hace que el público haya acabado en pie, aplaudiendo a rabiar, en comunión reivindicativa pospandémica. Un par de pegas: los focos dirigidos hacia el público me ha parecido que entenebrecían en exceso al actor. Y la mayor lástima es que el volumen de los momentos más conmovedores haya sido tan bajo que desde el gallinero no se llegaba a entender. Una pena. Queda claro que Lorca es inagotable y que sigue muy vivo, aunque aquí nos hable desde la muerte.

José Manuel Mora.
 

 

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Muy intresante Gracias para el comentario. Me hizo sentir como si estuviera ahi.