La violinista, de Paavo Westerberg

 Pasión por la música

                                               “Todos tenemos dos vidas. La segunda empieza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una.” 

                                                                                                                                                                                  Confucio  

El cine finlandés no frecuenta nuestras carteleras. Quienes se aventuran por estas páginas saben de mi "cuelgue" por los ambientes nórdicos. Si, además, la cinta se anuncia prometiendo buena música, estaba claro que acabaría yendo, más con la recomendación de Òscar y Elena, de selecto paladar. Al principio creí que iba a ser espectador único, pero al final han entrado dos señoras melómanas y los tres hemos visto en comunión La violinista, film de  Paavo Westerberg, de quien no había oído hablar con anterioridad, creo que de ese país sólo he visto cosas de Kaurismäki, y que se rodó en 2018; ahora, por fin, llega aquí. Mendelssohn y su concierto para violín y orquesta tienen un papel fundamental en la peli, pero en un momento dado, escuchar el Confutatis del Requiem mozartiano, me puso también los pelos de punta. A lo largo de toda la peli la música actúa de catalizador de sentimientos. La cita que encabeza esta reseña es la que abre la proyección y supone un aviso a navegantes.

 
 
Una violinista, Karin Nordström (Matleena Kuusniemi), virtuosa de su instrumento y en la plenitud de una carrera fulgurante, sufre un accidente y pierde la movilidad de su mano dserecha, lo que la obliga a dejar los conciertos y a dedicarse a dar clases. Anttii (Olavi Uusivirta), un alumno aventajado y ambicioso, comienza una relación aunque ambos tienen pareja, secreta e intensa, a pesar de la enorme diferencia de edad y del bagaje vital. A ambos les une una pasión extrema por la música. El triángulo se conforma con Björn Darren (Kim Bodnia), director estrella que busca un violín solista para el concierto de Mendelssohn en Copenhague. Cada uno de los tres vive la pasión por la música de una forma diferente: la mujer pretende superar la frustración de su carrera truncada; el muchacho intenta medrar a través de la oportunidad que se le ofrece; para los dos se trata de una pasión excluyente; y el direcor, que busca la perfección arrebatada gracias a la entrega de sus músicos. Seguramente hace años hubiera visto la cinta  de otro modo. Desde que me jubilé y empecé a cantar, he podido coincidir con distintos maestros de coro y de orquesta y sé lo absorbente que puede ser su tarea y cómo ponen la vida al servicio de la expresión musical.  
 

La luz nórdica, tan tamizada por una nubosidad casi permanente, que hay que dejar entrar a raudales por un ventanal inmenso en casa de Karin, propicia ambientes íntimos, fotografiados con mimo por Marek Wieser, más recónditos gracias a una planificación cerrada sobre objetos y rostros cercanos, que expresan sentimientos y contradicciones a raudales con sólo miradas, aunque cuando todo eso salga a la superficie pueda tener consecuencias inesperadas. No hay crueldad, como la que recuerdo en La pianista (2001), de Haneke, pero sí obsesión y ensañamiento en los ensayos. Y una relación que no sé si calificar de amorosa, romántica desde luego no lo es, pero sí contenidísima a la vez que intensa. Todo está enormemente mezclado. La intensidad de Kuusniemi, dispuesta a todo para seguir en contacto con la música, es de una sensibilidad prodigiosa. Sin embargo, Bodnia, rostro inolvidable desde que lo vi en su papelazo de Killing Eve, me ha parecido un déjà vu, esos gritos destemplados de mis directores cuando las cosas no salen como ellos las sienten en su cabeza y en su corazón. Los movimientos puntuales de sus manos para dar las entradas son de una precisión que parece profesional. El fuego de su mirada, es arrasador. Todo ello sucede al final en la sala de conciertos de Copenhague, la Konzerthuset, frente al teatro de la ópera, por donde tanto he paseado con mi amiga Birgit. Reconocer los lugares me ha transportado tanto como las notas del violín en el más difícil todavía final. Una gozada.
 
José Manuel Mora. 


 

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