Silencios culpables
Desde que escuché la entrevista que le hacían al autor en la radio, sentí deseos de sumergirme de nuevo en el ambiente limeño del que hablaba. Hace ya cuarenta años que viajé el Perú para ser padrino de boda de mis amigos Juan y Mamen. Pude visitar la ciudad colonial y la burguesa, y los llamados pueblos jóvenes, chabolas que escalaban los cerros de arena que rodean la capital. Después seguí viajando a mi aire durante quince días hasta Arequipa, Puno, Machu Pichu, la turistada, en fin. Pero al hacerlo solo, me fue más fácil entrar en contacto con las gentes de a pie. Era un gusto recobrar acentos leídos desde los tiempos en que preparé mi tesina de licenciatura, centrada en Conversación en la Catedral, de M.Vargas LLosa. Y así ahora, he empezado la primera novela que leo del escritor peruano RONCAGLIOLO, SANTIAGO. Y líbranos del mal. Barcelona: Seix Barral, grupo Planeta; 394 págs.
Roncagliolo (Lima, 1975) se educó en un colegio de jesuitas, lo que señalo porque tiene que ver con el asunto de la novela. Se licenció en literatura en la Universidad Católica de Lima y acabó trasladándose a España en 2000, donde ha acabado naturalizánsose en Barcelona. Ha escrito teatro, guiones de telenovelas, se ha dedicado al periodismo, que era de lo que yo lo conocía, ha ejercido de traductor y lleva publicadas un buen número de novelas. Yo he empezado por la última, por lo que no puedo hablar de su evolución. Ha recibido el Alfaguara de Novela por Abril rojo (2006) y el Independent Foreign Fiction Prize en 2011. También ha escrito literatura para niños. Estamos pues ante un autor con una considerable obra a sus espaldas.
Conforme me he ido adentrando en el entramado de la novela, me han ido viniendo a la cabeza elementos que ya había visto en la película estadounidense Spotlihgt o en la chilena El Club. Más lejana quedaba la figura de M. Maciel, protegido por el Papa polaco. Por no hablar de lo que se ha publicado últimamente aquí en España respecto a "comportamientos inadecuados" en colegios religiosos catalanes y gallegos. Las comillas que acabo de utilizar quieren dejar claro que se trata de un eufemismo, que podría ser traducido por conductas pedófilas de los religiosos, que no cesan de aparecer y ante las cuales la Iglesia parece menos remisa ahora a reconocer su responsabilidad en la ocultación de los hechos; la justicia da la impresión de que empieza a escuchar a los denunciantes y alguno de los encausados tendrá que acabar sentado en el banquillo. Aparentemente no se buscan compensaciones económicas por parte de los perjudicados, pero sí reconocimiento de los delitos y petición de perdón. "No estamos pidiendo venganza [...] Sólo queremos justicia. Y verdad. Estamos dispuestos a perdonar, pero para eso hace falta que nos pidan perdón" (pág. 335), dice una de las víctimas al final. Todo ello es el transfondo de esta novela. Y es de ese texto del que quiero tratar.
Una de las voces narrativas es la de Jimmy, un tardoadolescente de familia limeña que sólo habla en inglés en su casa, bien asentada en el Brooklyn neoyorquino, quien cuando su abuela, Mama Tita, enferma recién terminado su bachiller, decide viajar a Lima, "la ciudad más fea del mundo" (pág. 47), a cuidar de ella; una ciudad "húmeda y triste, donde todo el mundo parecía tener un pasado que ocultar" (pág. 316). Desde la primera página confiesa su propósito: "Sólo me interesa poner orden en estos recuerdos, quitármelos de encima" (pág. 13) y un poco más adelante: "Es un entramado de relatos, un caos de narraciones" (Íbidem). Esas otras voces que cuentan lo hacen desde la tercera persona del narrador omnisciente, quien parece haber estado presente en las confesiones que se van sucediendo. "Yo sólo puedo hablar por mí" (Íbidem), dice el muchacho. La figura de la abuela había sido fundamental en la infancia del chico, puesto que con su viaje anual "traía consigo la lengua, los recuerdos, incluso el olor de nuestro origen perdido" (pág. 22), aunque no solía hablar del pasado, "como si el silencio fuese una herencia generacional" (pág. 58). La primera parte se centra en la figura del padre, Sebastián: "Su pasado yacía abandonado en algún cajón polvoriento. O en una tumba. Nunca hablaba de él" (pág. 17). Sin embargo, ya en Lima, el chico empieza a escuchar cosas sucedidas en los lejanos 80, cuando su padre era alumno de un colegio religioso, donde solían ir los hijos de familias con pedigrí y en el que él formaba parte de un clan bastante destructivo por el gusto de serlo. La abuela, como buena conservadora, intenta desviar la atención cuando empiezan a publicarse las denuncias por posibles abusos sexuales: "La prensa inventa cosas. Los periodistas son todos unos comunistas" (pág. 74). La vieja es una caja fuerte de secretos tóxicos. Y así se van alternando los tiempos, y desde el presente Jimmy escucha las voces del pasado, porque "la memoria es una bomba de tiempo que no se desactiva jamás" (pág. 110).
Lo novedoso de la historia es que en ella la religión no sólo es la herramienta con la que se dominan las conciencias de los menores para así aprovecharse de ellos, sino que Roncagliolo se centra más en la Iglesia y sus organizaciones, usadas como mecanismos de poder y de control. Uno de los personajes oscuros, que domina a ese alumnado exclusivo de varones, es el profesor Gabriel Furiase, quien no llegó a ordenarse como sacerdote, pero que ejercía un control absoluto de almas y haciendas desde el fanatismo más radical. Y en los retiros espirituales "citaba a pensadores que admiraba, como Primo de Rivera y E. Pound" (pág. 277). En esos círculos cerrados son frecuentes las luchas por ser cooptado como favorito del líder. Se mezclan así los celos adolescentes, los amores oscuros y de fondo el clasismo y el racismo de aquella sociedad, en la que los "pitucos" no se cruzan nunca con los "cholos". La figura del profesor va sustituyendo a la contrafigura del padre real, borracho y violento. Y así se va construyendo el puzle y las piezas van encajando en la cabeza de Jimmy de modo inmisericorde, manteniendo el autor un suspenso medido, incluso con cierto tono de thriller. "El pasado se lo come todo. Es un monstruo" (pág. 224). Y una vez más el conocimiento nos transforma, como suele suceder en los bildungsroman.
El castellano que usa el escritor es en general estándar, pero cuando los adolescentes limeños entran en escena, aparecen los localismos: "mataperrear", "pichula", "calato", "conchatumadre"... No hay en la prosa de Roncagliolo grandes alardes estilísticos, todo fluye con naturalidad y sencillez expresiva, aunque hay hallazgos luminosos: "Su risa era del mismo color translúcido que su chardonnay" (pág. 16); "Todos en su familia cargaban sobre sus espaldas una nube gris y lluviosa" (pág. 156), o para terminar: "El Océano Pacífico era una mancha infinita de petróleo" (pág. 362). La novela se lee con facilidad. Y creo que en parte se debe a que, a pesar de lo horrible que la sociedad limeña y la Iglesia pretenden ocultar para no perder el estatus y el poder, el drama de los personajes no queda expresado en toda su crudeza. Da la impresión de que el escritor intenta que el libro sea "para todos los públicos", con tal de que la denuncia llegue al mayor número de lectores posible. A mí me ha servido para volver a ese bello y triste país en el que la corrupción fujimorista pretende volver a sojuzgar a una sociedad arrasada por el virus y por tanto político venal. ¿Cuándo se jodió el Perú, Zavalita?
José Manuel Mora.
Comentarios