Yoga, de Emmanuel Carrère

Autoficción

                                                          Yoga: el yugo que sujeta a dos caballos o dos búfalos 

No creo que sea demasiado frecuente reencontrarse con un condiscípulo cincuenta años después y descubrir que, a pesar de unos decursos vitales completamente distintos, se mantiene la cercanía, las sensibilidades parejas, los gustos comunes. Eso me ha sucedido con mi antiguo compañero de bachiller, Pascual Ruso quien, tras intercambio de móviles y demás utensilios imprescindibles para la comunicación actual, me recomienda un título de un autor que me resulta conocido de oídas, pero del que no he leído nada. CARRÈRE, EMMANUEL. Yoga. Barcelona: Ed. Anagrama, 2021; trad. Jaime Zulaika; 320 págs. Se trata pues de una novedad, aunque mi amigo Quique, que suele ir por delante, ya lo leyó en el original francés, de 2020, edición de la que ya se han vendido 200.000 ejemplares. He de confesar que, con esta información uno se puede llamar a engaño y pensar que se trata de un manual práctico dedicado a esta disciplina, que yo practiqué durante algunos años y que dejé por mi incapacidad para la meditación. Sin embargo dista mucho de serlo, como se podrá ver a continuación.

 
Emmanuel Carrère (París, 1957) tiene una extensa carrera de escritor a sus espaldas, avalada por incontables galardones, el Premio Fil o el  Renaudot entre otros. La lista de títulos es larga, pero como no los conozco de primera mano, no voy a señalar ninguno en concreto; vienen en el buscador. Sí conviene decir que es uno de los escritores que han hecho de  la propia vida el material de su obra, en lo que se llama autoficción y que enhebra el reportaje, la crónica y la propia biografía. "Convertirme en un escritor original [...] esa ha sido la obsesión de mi juventud, y no me ha abandonado" (pág. 71). De hecho lo que aquí nos cuenta es el periodo que abarca desde 2015 ["Era presuntuoso. Era feliz. Creí que duraría" (pág. 64)], a 2018. Sin embargo, "Estas líneas decepcionadas las escribí en la primavera de 2017" (pág. 31). En un principio, y tal como sugiere el título, el objetivo del escritor era escribir un ensayo jocoso sobre una práctica que ejerce desde hace treinta años y frente a la que quería situarse de una forma irónica y divertida. "Estoy aquí [en el retiro] para escribir un libro" (pág. 38), confiesa. Y más adelante, "Yo me salvo de la tristeza con la ironía" (pág. 100). En realidad ese es el tono de la primera parte, en la que cuenta su encierro de diez días peleando entre el ying y el yang, tal y como él mismo señala: "Un problema de persona pudiente, un ego molesto, despótico, cuyo poderío aspiraba a reducir, y la meditación sirve justamente para eso" (pág. 14). No es muy amable su autopresentación. Las definiciones que va dando del yoga son descacharrantes. Y un poco más adelante, "en fin, lector, qué le vamos a hacer, hay que aguantar que los autores cuenten cosas de ese tipo [...] se escribe para rescatarlas" (pág. 22). Pero el autor es consciente de la dificultad que entraña "escribir todo lo que se te ocurre 'sin desnaturalizarlo' es exactamente lo mismo que observar tu respiración sin modificarla. En suma, es imposible" (pág. 72). Vemos pues cómo va trenzando su experiencia yóguica con la escritural. De hecho señala aún otra razón para dedicarse a su tarea: "Qué se siente al ser otro distinto de uno. Es uno de los motivos que incitan a escribir libros, otro es el descubrir lo que significa ser uno mismo" (pág. 98). La cosa va poniéndose seria, pues. Y una última confesión: "Soy un hombre narcisista, inestable, lastrado por la obsesión de ser un gran escritor" (pág. 118), a la vez que afirma: "Lo que intento en la vida es llegar a ser mejor persona" (pág. 120).

Sin embargo la realidad viene a trastocar de forma brutal su retiro meditativo: el terrible atentado en la revista Charlie Hebdó en enero de 2015 hace que lo deje todo y que vea con distancia su experiencia, al sumergirse en el dolor por la pérdida de su amigo Bernard, que estaba en la redacción. Y a partir de aquí el libro empieza a convertirse en una especie de autobiografía psíquica, a través de una historia de amor con una desconocida y un subsiguiente divorcio que acaba elidido por exigencias de su exmujer. "En el fondo de aquella pasión, yo no quería ver que ya estaban allí emboscadas, la depresión y la locura" (pág. 155). Pero qué difícil debe de ser hablar de uno mismo "a calzón quitado", más cuando según dice, "el género de literatura que yo practico es el lugar donde no se miente" (pág. 157); la cursiva es mía. Y cuando además se es consciente de padecer una depresión, esa enfermedad en la que quien la sufre piensa que "no saldrás nunca de ella" (pág. 161). Ello lo llevó a estar internado cuatro meses sometido a todo tipo de tratamientos, inclusive los invasivos, como el electrochoque. Por esta razón dice no recordar demasiado bien y lo que escribe se basa en los informes psiquiátricos que confirman su bipolaridad y lo que le contaron quienes lo visitaban. 
 
 
Tras su salida del sanatorio el escritor decide marchar a la isla de Leros, en Grecia, uno de los lugares de acogida de los migrantes que habían atravesado Turquía y se vieron detenidos allí. Y así la isla se convierte en un tercer encierro tras los dos primeros, un lugar "donde suceden cosas tan graves, el destino me brinda una segunda oportunidad de escapar de mí mismo" (pág. 206). ¿Cómo? Colaborando con Erica a través de una oenegé, en un curso de escritura creativa, al que asisten unos chicos afganos, que cuentan el terrible viaje que realizaron en su intento de llegar a Europa, lo que le permite a Carrère narrar a los otros desde el yo. Mientras, Erica le hace escuchar la polonesa Heróica  y le hace descubrir que en medio del dolor siempre hay un resquicio de luz, "existe la sombra pero también la alegría pura, y quizá no puede haber alegría pura sin Sombra y que entonces vale la pena vivir con la Sombra" (pág. 277). Algunos han criticado que el libro se cierre con una especie de happy end.  A mí sin embargo me ha encantado saber que a veces no todo termina mal.
        
No hay en el libro demasiado artificio estilístico. Al estar volcado en la introspección, queda poco espacio para descripciones que suelen ser secas: "Chalés deslucidos, resquebrajados, rodeados de jardines que son pasto de la incuria" (pág. 210). Mantiene sin embargo el deseo de mostrar la trastienda del escritor, al constatar que con los elementos que ha manejado, tan dispares, "poco a poco este magma empieza a parecerse  a algo , muchas veces algo imprevisto [...] lo que importa es el camino" (pág. 306), "el viaje", que diría Kavafis, que para eso está en las islas del Egeo. Advierte en una especie de colofón que tan sólo entre el 5 y el 10 % de lo escrito es ficción  y que su intención es que "este libro [...] mantendrá unidos esos dos polos: una larga aspiración  a la unidad, a la luz, a la empatía y la poderosa atracción opuesta de la división, de la reclusión en uno mismo, de la desesperación" (pág. 166), como una confirmación de lo bipolar de su personalidad. Conforme el libro iba avanzando ha ido atrapándome con más fuerza. Seguramente volveré sobre el autor.
 
José Manuel Mora.
 
P.S. Le acaban de conceder el Premio Princesa de Asturiasde las Letras.
                                        


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