Agua
Es bueno tener quién lo oriente a uno. Mi sobrino Julio tiene una familia de andarines y fue él quien me habló de una comarca, La Canal de Navarrés, a la que sólo había oído mencionar en los mapas del tiempo. Linda con La Costera, a la que pertenece Vallada, así que hoy nos dirigiremos hacia allá. Antes, sin embargo, decidimos madrugar y recorrer el pueblo vacío de gente y de calor. Sus calles corren en paralelo a la sierra que está al sureste y van subiendo hacia el paraje de las Ermitas. La que corona el paseo es la de S. Sebastián. El camino está flanqueado por cipreses, palmeras y mucho baladre valenciano, las adelfas juanramonianas. La sombra del paseo lo hace más ameno. A la derecha se yergue el Peñón, imponente en su altura y soledad. El verdor de la pinada contrasta con el tono de la piedra desnuda.
Al regresar a casa, Valentín nos espera con un desayuno fastuoso: pa amb oli i tomaca, cafenet, suc de taronja, truita de creïlles... Un lujo, ya digo. Y nos propone ir con su coche, ya que él conoce muy bien la zona, al haber trabajado en Enguera, el pueblo más grande de la comarca. Sin embargo nuestro destino es otro, de nombre bien curioso: Anna. Lo que vamos buscando es hacer algún recorrido a pie por sus numerosos gorgos, no sé si la palabra se relaciona con la francesa gorge, en cuyo caso lo que buscamos son gargantas por las que fluya el agua. Se encuentran a pocos kilómetros de nuestra casita.
Las páginas turísticas de la web hablan de una laguna artificial bastante extensa, con sauces llorones, eucaliptos, olmos, álamos y plataneros que dan sombra abundante, también conocida como la Albufera de Anna. Sin embargo nos parece demasiado artificial y Valen nos encamina hacia las famosas gargantas. El primero es el Gorgo de la Escalera. Aunque el lugar es de apariencia salvaje, la municipalidad ha colocado a un chaval que cobra dos euros por acceder al paraje. Se desciende por una escalera muy empinada, al tiempo que uno se adentra en un auténtico cañón de paredes verticales cargadas de un arbolado espeso y oscuro. Abajo fluye un agua mansa y verde, silenciosa, transparente, que deja ver piedras redondas y lisas y algún pez que no sé como habrá llegado tan arriba.
No
hay casi nadie, apenas un par de críos que miran la lámina tentadora
sin atreverse al chapuzón. Yo caigo pronto en la tentación y me lanzo a
unas aguas dolorosa y gozosamente frías. La sensación es de una emoción
intensa. Dan ganas de lanzar unos gritos que alterarían la paz en la que
estamos. Y, aunque no acostumbro a poner fotos personales, sino más bien aquellas que pueden captar el ambiente que visitamos, en esta ocasión no puedo dejar de subir un vídeo que muestra, multiplicada, la veracidad nada hiperbólica de mis palabras.
Continuamos la ruta por las callejuelas del pueblo. Hay carteles que indican la cercanía del Gorgo Gaspar, una única cascada chata, que parece reventar la pared de roca entre el verdor de los árboles y cerca de un pequeño puente de madera. El lugar es placentero. Pero hay que seguir, puesto que se anuncia El Salto. La bajada se realiza por un sendero de tierra suelta. Es fácil resbalarse. Hay algunas maromas gruesas que ayudan a no caer. Al llegar a la umbría del fondo arbolado, una larga cola de caballo se despeña desde lo alto, agua atomizada en su caída, tan refrescante. Unos tablones permiten situarse frente a ella. Aunque no se puede uno bañar, bien se podría gozar de una ducha intensa situándose bajo el salto. No sé de dónde sale tanta agua.
Y aún nos quedan más lugares de este tipo, pero la hora se nos echa encima y decidimos acercarnos al llamado Gorgo Catalán, una especie de piscina natural en pleno pueblo, de fácil acceso y en la que hay unas cuantas parejas bañándose y jugando con un perro. Me lanzo a una nadada de refresco. Y ya podemos seguir por una calle umbrosa, que se alarga junto a una acequia que desemboca en el Palacio de los Condes de Cervellón. Se trata de un edificio recientemente restaurado al estilo moruno de los que vivieron por aquí hace tantos siglos, que alberga un museo y al que no es posible entrar si no se ha reservado previamente.
Como es nuestro caso, nos quedamos fuera y decidimos tomar unas cerves justo enfrente del torreón. Las bravas, los calamares y demás acaban convirtiéndose en una comida en toda regla. No queda más que volver a la casita con encanto. Siesta, lectura, ducha y charla en la tranquilidad del patio. Una vez maqueados, nos encaminamos de nuevo hacia las ermitas, donde hay un lugar en el que podremos cenar a la fresca. La terraza está al completo, pero bajo los pinos corre airecillo y se está muy bien. Aparece Lola y dos amigos más, Rafa y Julián. Puestos a cenar, la conversación fluye como si nos conociéramos de toda la vida. De hecho hay vivencias y lenguaje comunes que hacen que nos sintamos cómodos y felices de compartir este rato juntos. Valen sabe elegir a sus amigos. La vuelta reposada ayudará a hacer la digestión, antes de que caigamos derrotados por el cansancio gozoso de este día intenso de naturaleza y amistad.
José Manuel Mora.
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