Canals

Despedida y cierre

Acostumbrado a ver amanecer sobre la lámina de agua quieta del puerto de Alicante, hoy voy en busca del sol antes de que éste apunte por el horizonte. La calle en la que vivimos desemboca en el campo, entre naranjales. Al pasar entre ellos recuerdo la primavera de Sueca, en el instituto Joan Fuster, en medio de bancales cubiertos de azahar, con un aroma que entraba por las ventanas y que podía enloquecer al profesorado y a nuestro alumnado con mayor motivo. Ahora ya no hay flores, pero los frutos, pequeños y brillantes, empiezan a abrirse paso entre el verdor de las hojas esperando la cosecha navideña. Algún mas se acerca al camino, protegido por altas rejas. 

Este se acaba al encontrarse uno con el riachuelo llamado Canyoles. Doy allí la vuelta, razón por la que se conoce el lugar de esa manera: "La Vuelta". Por el borde del sendero las flores silvestres se dejan caer desde los muretes que separan los bancales. El campo está en silencio y no me cruzo con nadie a esta hora de amanecida tranquila.
 


 
















Conforme me acerco de nuevo a las primeras casas, el Penyó se levanta poderoso, dominándolo todo, ya inflamado de luz dorada, con el pueblo adormecido a sus pies. Como no quiero molestar, sigo hasta la plaza y desayuno en el único bar abierto a esta hora. Parece que los hornos los domingos no despachan, con lo que no puedo llevar unos cruasanes o una buena coca. Al llegar a la casita me permito volver a desayunar.
 
Aparece el hermano de Valen y vamos hasta su casa. Qué gusto disponer, en la parte trasera de la misma, de un jardín con palmeras, un limonero, abetos y un sinfín de macetas. Pienso en los anocheceres que se vislumbrarán desde la terraza en noches brillantes de estrellas, lejos de iluminaciones exacerbadas como las que borran los astros en los cielos de nuestras ciudades. La arquitectura de la zona es de una hermosa simplicidad, casi andaluza. Dan ganas de entonar el clásico "menosprecio de corte y alabanza de aldea".


















Y como ya no vamos a volver, hay que hacer la maleta, puesto que Lola, generosa, nos ha invitado a comer en su casa de Canals. Llegamos al pueblo en plena canícula. Debemos de estar rondando los 40º. Vive al borde de los naranjos. Ni siquiera hace falta entrar al pueblo. Y al penetrar en la casa, nos encontramos con un espacio íntimo, recogido, umbroso, una planta baja en torno a un patizuelo acristalado lleno de macetas, que paree querer entrar en el interior. En la parte trasera, más allá del riu-rau, otro patio a cielo abierto, una olivera y un asador. De nuevo la sencillez como punto donde apoyar la felicidad.
Y hay que seguir las tradiciones. En casa de Lola, mientras se prepara la comida, los invitados se toman un vinito con jamón recién cortado y ayudan en lo que pueden. La sorpresa que nos tiene preparada es que, en vez de la típica paella, nos está cocinando un gazpacho manchego al estilo de su madre. Ya nos imaginamos cómo va a estar. Otra de las tradiciones es la de los mejillones en el aperitivo, para acabar la primera botella. La segunda caerá durante la comida, mientras seguimos charlando sin parar de todo lo divino y lo humano en un gozo permanente por el plato exquisito y por la compañía. ¿Qué más se puede pedir? El espacio permite una buena siesta antes de volver a coger el coche.
 

El remate de este breve pero intenso viaje, tiene lugar en Ontinyent, donde queda una de las ramas familiares que partieron de la Vega Baja, de Dolores. Aquí vive mi prima María Luisa, ahijada de mi padre y que a sus ochenta y tantos sigue con su sonrisa y su cariño de siempre. Sus hijos la cuidan y la tienen hecha una reina mora. La ocasión da lugar a ponernos al día y a rememorar otros tiempos y a tantos seres queridos que ya no están, como su hermana Angelita, quien me hizo el regalo mayor que he recibido en mi vida: las palabras de mi padre, que no le escuché nunca, a través de ella y de los años. No queremos cansar y salimos a un calor seco y potente. El aire acondicionado del coche nos ayuda a sobrellevarlo. Sin darnos cuenta estamos viendo allá abajo ya el Benacantil y la línea azul del mar. Ha merecido la pena esta breve escapada, más gozosa por la generosidad de todos los que la han hecho posible. Mientras, las noticias advierten del preocupante ascenso de casos. Habrá que seguir llevando todo el cuidado del mundo y disfrutar todo  lo que podamos. 
 
José Manuel Mora.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Bonita crónica que invita a imitar al viajero, mientras tanto usaremos de guía a la imaginación el relato tan bien pintado que aparte de colores tiene un poco de todos los sentidos en su escritura.