Los Durrell, de Simon Nye

  Mi familia y otros animales

Lo sé, lo sé. LLego tarde. La serie The Durrells es de 2016-2019, una eternidad, con todo lo que llevamos vivido, pandemia mediante. Llego tan tarde que la Trilogía de Corfú, libro de Gerald Durrell ((1925-1995) en el que se basa la serie, publicado en los años cincuenta y que se puso de moda entre los modernos de los años setenta, cuando el conocido, el serio, el importante, era el mayor de la familia, Lawrence Durrell (de quien leí en su momento, 2008, y con sumo placer El cuarteto de Alejandría, fuera ya del momento de éxito absoluto), fue también un tren que entonces perdí. Y me hubiera gustado conocer la trilogía original antes del visionado de la producción británica que comento ahora. Al estar en Movistar no pudimos seguirla en su momento. Ahora Filmin la ha incorporado a su catálogo, lo que nos ha permitido echar unos ratos viendo las cuatro temporadas de seis capítulos cada una, 26 en total, todo bastante llevadero. El creador-guionista es  Simon Nye y ha sido dirigida por Steve Barron entre otros.


Hay una motivación secundaria para mi enganche con la serie: el Jónico, Corfú, Grecia... Cuando tenía 14 años estrenaron en Alicante, en el Cine Chapí, ya desaparecido, en un formato novedoso, el Todd-AO, un documental de carácter viajero que centraba parte de su metraje en las islas griegas. La belleza de los paisajes y la música me conquistaron para siempre. Ese enamoramiento se confirmó con Zorba, el griego, y en el año 79 fui por primera vez a la Hélade, en un viaje casi heroico en un Renault 5. Volví en el 89 y sé que, junto con Italia, es el país donde podría vivir. Sólo dos anécdotas que podrían haber aparecido en la serie: un baño al atardecer a los pies del templo de Cabo Sunion, y una fastuosa ensalada de queso feta y olivas negras bajo un emparrado junto a la carretera. 

 
Años treinta. Una viuda middle class (Keeley Hawes) decide abandonar Bournemouth, en la brumosa y gris Gran Bretaña, y cambiarla por la luminosa Corfú, de la que desconoce todo y donde piensa que podrá bandearse mejor con su exigua pensión, junto a sus hijos: Larrry, el posteriormente exitoso Lawrence (Josh O’Connor), de tendencia bohemia, como corresponde a un aspirante a escritor; Leslie (Callum Woodhouse), el más british de todos ellos, amante de las armas y algo descerebrado; Margo (Daisy Waterstone), una adolescente que no sabe hacer nada, lo ensaya todo y que tiene escasa autoestima; y el pequeño, Gerry (Milo Parker), quien acabará escribiendo la trilogía citada, un preadolescente enloquecido por los animales, en contra del maltrato animal, que convierte la villa junto al mar en un auténtico zoológico y que terminaría por ser un prestigioso naturalista. Cada uno podrá desarrollar en sdas sus potencialidades. A ellos se irán uniendo toda una serie de personajes más o menos anecdóticos: Theo (Yorgos Karamihos), entomólogo y amigo del chiquillo; la peculiar asistenta, Lugaretzia (Anna Savva), un taxista enamorado del viejo Imperio, Spiros (Alexis Georgoulis), lo que le permite expresarse en un más que correcto inglés, salvo que su enfado le lleve a estallar en griego, y los posibles pretendientes de la matriarca, así como de los hijos, y gentes del lugar, en un contraste brutal con los parientes británicos, muy oldfashioned ellos, creídos de que no hay mundo fuera de su Isla y que todos deben hablar la lengua del Imperio.

 
Desde los iniciales títulos de crédito, restallantes de colorido y una banda sonora muy pegadiza (Ruth Barrett), se intuye una joie de vivre muy, muy mediterránea. La localización, no sé si construcción exprés, se da en una vieja casa que va siendo transformada con la vivencia familiar. Los paisajes que la rodean, olivares, costa abrupta, así como las tomas de la ciudad, resultan más que creíbles. El diseño de producción es exquisito, como lo es también el vestuario, perfectamente adecuado a esa segunda mitad de los años treinta, sobre la que se va cerniendo la amenaza nazi, lo que acabará obligándolos a regresar. Es cierto que algunas de las situaciones acaban resultando reiterativas, no sé si porque así vienen dadas en el libro original, pero también es verdad que los personajes van evolucionando conforme avanza la estancia en la isla y van madurando, cada uno a su modo. Tal vez Leslie, por su ingenuidad, sea el que acaba presentando un cambio más razonable, muy creíble, que viene obligado por las circunstancias y que hace que termine resultando enternecedor. Los vaivenes emocionales de Louise, la madre, son comprensibles, ante tanta soledumbre y tanto agobio producido por unos hijos que no dan palo al agua; da igual que resulte predecible su última opción.
 
 
Los diálogos están cargados de inteligencia, de sensibilidad. Muestran a una familia de una liberalidad extrema, una tolerancia nada forzada para quienes, como para el autor de aquella frase, creo que de Terencio: "nada humano me es ajeno". Da igual que H.Miller practique el desnudismo sin que nadie levante una ceja, o que se tenga un vecino homosexual, o que una maravillosa anciana, Leslie Caron, pueda ejercer de juez de cricket. Esa apertura de mente y el sentido común del que hacen gala chocarán con algunos de los lugareños y de sus propios familiares, a pesar de su progresiva integración, incluso con el aprendizaje del idioma (una delicia haberla visto en V.O.S.). El humor británico con su habitual flema, acaba por teñirlo todo, en ese lugar donde siempre parece verano y sus personajes se encuentran en continuo estado de euforia matizada por pequeñas preocupaciones siempre muy llevaderas. La matriarca es un ejemplo de feminismo avant la lettre; Louise no está dispuesta a ser una simple ama de casa y cada vez irá ampliando su B&B, lo que le permite llevar las riendas de su propia vida, aunque su necesidad de una vivencia amorosa se imponga constantemente. Hawes sirve el papel con una generosidad y una humanidad espléndidas, lo que también sucede con O’Connor (inolvidable su actuación en Tierra de Dios y en The Crown), magnífico en su delirante papel de pretendido escritor maldito, tolerante, antifascista, en contra del puritanismo religioso o de la homofobia, y con Woodhouse y Waterstone, perfectos en su progresiva maduración. Tal vez el pequeño Parker sea el que gestiona un gesto casi único, aunque su sorpresa o sus berrinches ya del todo adolescentes son expresados con fuerza. Georgoulis está simplemente arrollador en su contradictoria naturaleza bifronte. A pesar de estar ambientada en los años treinta, la serie rezuma una pasmosa actualidad. Quien quiera desconectar de tantas "olas", no precisamente mediterráneas, puede encontrar aquí el remedio para el entretenimiento inteligente, la diversión y el estímulo para volver a Grecia cuando se pueda.
 
José Manuel Mora.
 

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