El palacio azul de los ingenieros belgas, de Fulgencio Argüelles

Bildungsroman asturiano

He de confesar que ha sido mi antiguo compañero de bachillerato, Pascual Ruso, quien me recomendó un título para mí desconocido. Tampoco su autor me sonaba. Pero para eso están los amigos, para abrirnos caminos y sugerir con criterio. ARGÜELLES, FULGENCIO. El Palacio azul de los ingenieros belgas. Barcelona: Ediciones Acantilado, 2003; novena reimpresión, 2021; Premio de Novela Café Gijón de ese mismo año; 318 págs. No es pues ninguna novedad, algo que hace ya tiempo que no me importa demasiado; prefiero el simple disfrute. Aunque no he encontrado la referencia, la foto de la cubierta también aporta su encanto al siempre cuidado aspecto de los libros de esta casa. Sólo el título ya me resultaba sugerente cuando fui a pedirlo a 80 Mundos. Las sorpresas han seguido desde que empecé su lectura y sólo han acabado al finalizarla.

 
¿Pero quién es el tal Fulgencio Argüelles? Nacido en Asturias en 1955 es, además de novelista, psicólogo, especializado en psicología del trabajo y de las organizaciones. No es de extrañar pues saber que también es concejal socialista en Mieres. Profesa de asturiano confeso, lo que le ha llevado a escribir no sólo en castellano, sino en bable, la variante dialectal de esa zona. Como no le presto demasiada atención, a pesar de ser tan cercano a mi tierra, no recordaba que había sido ganador del Premio Azorín (Letanías de lluvia, 1992). También obtuvo el Premio Principado de Asturias (Recuerdos de algún vivir, Nobel, 2000); mi amigo Pascual me recomienda encarecidamente No encuentro mi cara en el espejo (Acantilado, 2014). Ganas me dan, pero se me amontonan los que esperan. Y lo último que ha publicado es El otoño de la casa de los sauces (Acantilado, 2018), además de múltiples relatos. Tal vez su alejamiento de los centros editoriales y de los que manejan los suplementos culturales lo ha mantenido apartado de los listados de éxito, aunque Acantilado suele saber bien lo que publica. 
 

Hay, antes del capítulo uno, una serie de frases introductorias que pretenden sintetizar los diferentes temas que integran el relato, que se superponen y acaban siendo uno solo. El  libro arranca en 1927, en plena Dictadura primoriverista, año en el que Nalo, preadolescente protagonista y narrador, es conducido al "palacio azul de los ingenieros belgas", lexía que se repite siempre del mismo modo, para entrar allí como ayudante del jardinero Eneka, un hombre de sabiduría enciclopédica, literal, puesto que toda ella la ha sacado de los volúmenes de una Enciclopedia que guarda con mimo. "Contempló desde la balaustrada de los asombros el peregrinaje del mundo" (pág. 9). El padre del chico ha muerto en la mina por una explosión de grisú. Los ingenieros propietarios, "que tenían el poder de la osadía y el perdón, y también tenían el poder del abuso y las resoluciones" (pág. 12), son de los industriales que llegaron a la cuenca minera dispuestos a explotar sus riquezas. Entre ambos polos se sitúa la historia: de un lado los desheredados, los que no tienen nada; de otro, quienes pueden erigir un hermosísimo palacio y vivir con todo lujo de comodidades, preocupados tan sólo de aumentar sus beneficios. Nalo se verá nadando entre dos aguas, en una progresiva evolución que lo irá haciendo aprender y madurar y en la que la belleza natural y el amor serán los dos puntales que irán moldeando su transformación en adulto, junto con el ejemplo de su abuelo Cosme, un utopista autogestionario sin remisión, que le da uno de los mejores consejos: "Procura estar siempre del lado de los inocentes" (pág. 37). La conocida como Revolución de Asturias, del año 34, acabará de conformar en él una visión del mundo algo desilusionada pero que no llega a ser nunca amarga, a pesar de tener que sufrir la represión de quienes ahogaron el movimiento asturiano: "No quería creer que revolución alguna mereciera la pena" (pág. 295); cuando emerja de ella encontrará en la Mujer y en el saber de los libros las únicas posibilidades de salvación. El conjunto de personajes que lo rodean es de un acierto psicológico extraordinario.
 
La foto es el edificio que ha servido de inspiración al escritor.
 
En mis tiempos de adolescente letraherido por el gusanillo que supo despertar en algunos de nosotros Doña María Pascual, nuestra profesora de Literatura, solía discutir en tardes interminables con mi amigo Quique sobre qué era lo importante en una narración, si el fondo, la temática, o la forma, el cómo se presentaba. Yo estaba más por la primera opción; él, más avanzado, defendía la segunda. Con el paso del tiempo acabé asumiendo que es la forma lo que convierte en literatura cualquier tema. Y aquí, con ser interesante la anécdota, como suele suceder en las novelas de aprendizaje, lo que me arrastró desde el principio fue la construcción en largos, densos párrafos, la hipotaxis y la parataxis perfectamente conjuntadas: "En aquellos tiempos los amos o patronos castigaban a los criados o a los obreros con la fusta de los caballos por un quítame de aquí esas pajas, y esos mismos hombres hostigados por los dueños de su futuro pegaban a las mujeres con igual facilidad y con el mismo fundamento con que apaleaban a las mulas, y las mujeres golpeaban a sus hijos con la misma insistencia y naturalidad con la que ahuyentaban a los gatos o les hacían aspavientos a las gallinas, y los niños terminábamos aquella extraña secuencia de la violencia consentida maltratando a los animales, gatos y perros preferentemente, aunque también patos, cerdos y conejos, y hasta sapos y murciélagos, a estos últimos les dábamos de fumar hasta verlos reventar en el aire como si fueran globos de sangre" (pág. 19).
 

Hay más particularidades en el texto, por ejemplo el que los diálogos de estilo directo vengan sin guión introductorio: "... a la vez que les gritaba si no os calláis os rajo la garganta" (pág. 26) y en otras ocasiones combinado con el habitual estilo indirecto. Y por supuesto todo el libro está plagado de asturianismos y de términos que me han hecho recordar el uso que Delibes hacía de su profundo conocimiento del campo castellano y de los términos específicos de plantas, animales, instrumentos de trabajo, lo que da a la narración una coloratura especial entre precisa y poética en muchas ocasiones, llena de una sonoridad muy lírica, proveniente del uso sabio de comparaciones y metáforas: "Sus ojos eran tan grises como un cielo oscureciéndose" (pág. 63); o bien, "Mi madre estornudó, quizás el polvo acumulado de algún rencor" (pág. 79). Abundan las descripciones bellísimas: "El cielo estaba quieto, silencioso, entregado al tránsito de una muchedumbre de estrellas, y el aire iba dejando el rocío sobre todas las cosas para que lo enfriara la noche hasta convertirlo en hielo" (pág. 140). Para caracterizar a la abuela Angustias, nombre muy apropiado a su forma de ser, usa los refranes con la misma soltura que Sancho. "Cantan los abades donde yantan"; o bien: "Cuando se afila el acero se secan los tinteros" (pág. 199); incluso el adecuado para este tiempo de vocerío:
“De las palabras no el sonido sino el sentido”. Hay en el libro uno de los despertares al sexo más intensos y más bellamente escritos que yo haya leído en mucho tiempo, el que se produce entre el protagonista y su hermana Luisa, su otra gran maestra, enloquecida de lecturas. El resto de mujeres que habitan el palacio, Aída, la hija de Eneka, Julia, con quien también tendrá un encuentro tórrido (pág. 106), la señorita Elena, convertida en la diosa Talía, irá suponieno un plus de aprendizaje sensorial. Todos los sucesos y las relaciones que Nalo establece con su mundo van dejando en él un poso de conocimiento que es tranformado por el escritor en una auténtica catedral de palabras de la que uno no querría salir, como de ese jardín último: "Apenas quedaban colores porque los cristales del frío habían torturado los ramajes y habían matado todas las flores, y en el aire del jardín aún flotaba el polvo de la ceniza, y el tiempo fluía con desconcierto porque algunas horas se quedaban quietas hasta que la vida perdía el sentido y otras se precipitaban unas sobre otras en el laberinto de las ausencias hasta hacerme perder los mediodías" (pág. 311), como nos ha sucedido a muchos tantas veces. Hermoso desconcierto. Gracias, Pascual.
 
José Manuel Mora.
 


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