El proceso de Tokio (Tokio Trial), de Pieter Verhoeff y Rob W. King

De disquisiciones judiciales apasionantes

Una serie de 2016, a la que no se le debió de prestar demasiada atención crítica, o que a mí se me escapó, ha sido la elegida ahora por nosotros, por su temática, por sus sólo cuatro capítulos y seguramente por una referencia elogiosa en mi diario de cabecera. El proceso de Tokio (Tokio Trial) es una miniserie canadiense, holandesa y japonesa. Luego se entenderá la mezcla. Está colgada en Netflix. Sus directores son Pieter Verhoeff (holandés) y Rob W. King (estadounidense), quienes además han actuado, entre otros, como coguionistas de la historia. He estado a punto de escribir la última palabra con mayúscula, dada la confluencia de lo guionizado con los sucesos ocurridos tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

 
Los Procesos de Núremberg han quedado en el imaginario colectivo por ser los que juzgaron a los jerarcas nazis tras la derrota del régimen hitleriano, entre 1945 y 1946, y porque fueron inmortalizados en el apasionante filme Vencedores o vencidos, de Stanley Kramer. Sin embargo, tras la debacle producida en el Imperio nipón, el General MacArthur, poderoso virrey, trató de establecer responsabilidades tras la firma de la rendición. Eran muchos los frentes en los que el imperialismo japonés se había embarcado en su afán de dominio de lo que consideraba su zona de influencia: China, Filipinas, la Indonesia entonces en manos de Holanda, incluso las potencialmente amenazadas Australia y Nueva Zelanda. Así pues no es de extrañar que el general estadounidense eligiera jueces de esos países para conformar el tribunal. Lógicamente también se incluyeron magistrados procedentes de las potencias ganadoras: Francia, Gran Bretaña, Canadá, la URSS y los USA, además de un verso suelto procedente de la India. Se trataba de que juzgaran los posibles crímenes de guerra cometidos por los militares al mando y las posibles responsabilidades de los políticos en ejercicio. Se constituyó así el llamado Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente. Su tarea era dificultosa, puesto que había que distinguir entre crímenes de guerra convencionales y los más específicos contra la humanidad y los considerados de lesa humanidad, cada uno con penas diferenciadas. Llama la atención que, de entrada, el emperador Hiroito fuera exonerado, a pesar de haber firmado la declaración de guerra. Era sin embargo necesario para la posterior reconstrucción del país, de la que los estadounidenses sacarían tantos beneficios, no sólo económicos, que también, sino de influencia cultural. 
 
 
Todo el proceso se cuenta desde los ojos del juez holandés, aparentemente ajeno a posibles componendas y preocupado por atenerse a lo establecido en el precedente de Alemania. La figura del juez indio, el más independiente de todos, viene a poner en cuestión muchos de los razonamientos, deliberaciones y decisiones que se van tomando y que hacen moverse a algunos de los integrantes del Tribunal, como ya sucedía en otra gran peli, Doce hombres sin piedad. Dados los intereses diferenciados, de acuerdo a su país de procedencia y a las recomendaciones que recibían, sus actitudes van conformando grupos diferenciados. Lo que aparentemente podrían considerarse disquisiciones de especialistas, aquí están muy claramente expuestas y hace que el didactismo de la narración no empañe el interés humano. En todo ello se van difuminando las fronteras entre ficción y realidad, a lo que contribuye la inclusión de filmaciones originales de archivo y a que se hayan rodado algunas secuencias en blanco y negro y se hayan intercalado, como formando un todo, aunque el resto de la serie se haya filmado en un color algo desvaído, como el que se usaba en el cine de época. 
 
 
Marcel Hensema, actor holandés desconocido por estos lares, compone un personaje lleno de dudas, deseoso de ser fiel a sus principios, peleón, pero con dificultades para escapar al juego de las mayorías. Paul Freeman, a quien vi en A Very English Scandal, aparece como el manipulador británico que pretende ajustarlo todo a los intereses del Foreing Office, pero también con un punto de humanidad que pone de manifiesto ante el narrador.  Muy convincente Irrfan Khan, el de Slumdog Millionaire, en su papel de hindú de firmes convicciones, que acabará formulando su voto particular. La ambientación es ajustadísima y la banda sonora acompaña muy bien las imágenes sin subrayar. Es impresionante ver al primer ministro, Hideki Töjö, escuchar su condena de muerte y saludar con la inclinación de cabeza habitual de Japón, como muestra de respeto al tribunal y de acatamiento. El resultado definitivo fueron siete condenas a muerte, 16 cadenas perpetuas y dos condenas de 20 y 7 años. Lamentablemente estos castigos no han impedido las matanzas posteriores en África, en la URSS, en Serbia, en Siria y lo que pueda suceder en Afganistán. No aprendemos.

José Manuel Mora.



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