Utopía no es una isla, de Layla Martínez

 Utopías

Como se puede comprobar en el listado de títulos de esta etiqueta de "libros recomendados", los ensayos no son muy abundantes. Simplemente prefiero la narrativa. Sin embargo, de mi estancia en Pamplona me traje un regalo de mi amiga Maru, tras nuestro paso por la librería Katakrak, de la que hablaré en otra entrada porque vale la pena descubrir nuevos espacios para los antiguos almacenes de venta de libros, hoy convertidos en muchas otras cosas. MARTÍNEZ, LAYLA. Utopía no es una isla. Madrid: Episkaia, 2020; en este 2021 ya en su cuarta edición. 199 págs. Un par de cuestiones más a propósito del aspecto formal del librito, publicado en octavo, por supuesto en papel recicladísimo y mediante una licencia de Creative Commons, en la que los que se publican están libres de derechos de autor por ser obras de carácter cultural, científico o educativo. La autora (Madrid, 1987) ha escrito ensayos, artículos, relatos... Es además traductora y escribe sobre música y televisión.


Debió de ser en mis estudios de Comunes en la calle de la Nave de Valencia donde escuché hablar por primera vez de la Utopía de Tomás Moro. Pasó de ser un término que para mí significaba algo imposible, como todo lo calificado de "utópico", a convertirse en un libro que hablaba de un lugar allende los mares, en el presente del siglo XVI, en el que "la organización racional y la ausencia de propiedad privada han eliminado la escasez y la miseria" (pág. 25). Ya en 1700 unos piratas crearon en una abrigada bahía de Madagascar  un espacio de nombre bastante explícito: Libertalia. Como en los barcos, "se organizó de forma igualiataria, sin distinción de razas [...] el dinero fue abolido" (pág. 40). Semejante iniciativa era tan peligrosa para la Modernidad que ésta "iba a intentar ahogarla en sangre" (pág. 46).  

 

Y entre 1824 y 1886 se va abriendo paso el llamado Socialismo Utópico, que influyó en la creación de Icaria por parte de Étienne Cabet, con ánimo de enfrentarse al imperialismo y al colonialismo de la época. El Socialismo Científico auspiciado por Marx y Engels llevaban el territorio utópico a un tiempo situado en el futuro, pero por el que había que pelear desde el momento presente. "Es algo que se construye de forma permanente" (pág. 60), dijeron, y que acabó por causar una explosión sin precedentes del movimiento obrero que convulsionó la Historia. Se siguen sucediendo en el librito las muestras de las utopías del siglo XX, las de ciencia ficción soviéticas, las que surgieron en los EE.UU. entre los negros que luchaban por conseguir la igualdad con sus conciudadanos blancos, las que aparecieron con el panafricanismo, de intento liberador en todo el continente africano, las del ecosocialismo... Y con la llegada de la Posmodernidad, con El fin de la Historia de F. Fukuyama y los tristemente célebres Reagan y Thatcher (no merecen que los ponga en negrita) se ha empezado a presentar una visión negativa del futuro y a tener éxito las distopías, que alertaban de los peligros que se avecinaban, como aquella que puso el vello de punta a los que nos considerábamos lectores, Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; o más próxima a nosotros, El cuento de la criada, de Margaret Atwood.
 

 

"Fracasos gloriosos y victorias amargas", se dice en la contracubierta. La autora, gran admiradora de la futurista y para ella utópica, Star Treck, concluye expresando la necesidad de "ser ferozmente optimistas y a la vez radicalmente pragmáticos" (pág. 197) para garantizar nuestra supervivencia, acuciados como estamos por la crisis climática. "El futuro no está escrito, nunca lo está. Depende sólo de nosotros [...] de ser capaces de crear una organización social diferente [...] No es una labor fácil, nunca lo ha sido" (pág. 199). Y de ello doy fe, puesto que viví ocho años en una humilde comuna de ocho miembros y tres más añadidos posteriormente, en la que fueron naciendo hasta nueve criaturas, que había que cuidar entre todos, padres y madres y los que no lo éramos, mientras trabajábamos dando clase, varones y mujeres, al tiempo que organizábamos nuestra convivencia, para la que no teníamos patrones predeterminados. Todo estaba por inventar y se plasmaba en una carpeta en la que campaba el lema: "Programación, acción, reflexión". Y vuelta a empezar. Hicimos lo que estuvo a nuestro alcance. Y, aunque acabó disolviéndose, no cabe duda de que nos transformó a todos. Con nuestro pequeño intento procuramos demostrarnos que el futuro lo construíamos nosotros. Casi cincuenta años después seguimos manteniendo la relación a pesar de la distancia. Y el librito-regalo de Maru que acabo de reseñar es la prueba de que valió la pena intentarlo.

José Manuel Mora. 


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