Artajona y Puente la Reina

 Al sur de Pamplona

He pasado mala noche con ataques de tos que me han impedido dormir. Al levantarme, tengo unas décimas y no me encuentro del todo bien. Menos mal que Maru, toda generosidad, me prepara una limonada tibia con miel y se presta a encabezar la excursión de hoy con su coche. Y en este ir haciendo recorridos sin demasiada planificación, nos dejamos llevar camino de su pueblo. Conduce con seguridad, lleva toda la vida haciéndolo, y pronto llegamos a S. Pedro de Etxano (s. XII), una iglesuca perdida en medio de ninguna parte, plantada en un prado que no merece siquiera el nombre, rodeado de esbeltos chopos. Las ruinas del pueblo quedan algo alejadas. Es de un románico humilde, no creo que pasen muchos turistas por aquí. Y sin embargo, la espadaña en la puerta oeste con sus dos campanas, el ábside con sus ventanas casi saeteras y arcos de medio punto con decoración ajedrezada, y el pórtico de la cara norte nos dejan sin palabras. Éste último tiene en las sucesivas arquivoltas abocinadas una serie de pájaros extraños y personajes sentados a una mesa que asoman sus piernas por la arcada inferior, como en una cuchipanda semicircular con músicos incluidos, que tocan instrumentos populares. Todo, de una ingenuidad encantadora, de aires profanos, carnavalescos, lo que resulta incoherente con la sacralidad del edificio. 
















Apenas a diez kilómetros está nuestro siguiente destino, que sólo Maru conoce. Es estupendo dejarse llevar. Se trata de Olcoz y su torreón (s. XIV-XV), situado en el Camino de Santiago y donde paramos para ver esa torre exenta, de carácter palaciego a la vez que defensivo, toda almenada, con dos alturas, cuatro plantas en su interior y muy bien restaurada (2011), tras su destrucción durante la Guera de la Independencia. Muy cerca está la iglesia de S. Miguel (s. XII), caserón que tiene como principal atractivo su portalada norte, bien conservada, donde vuelve a aparecer el señor barbudo que vimos en Etxano y, en uno de los capiteles, dos mujeres en cuclillas, desnudas y con los tobillos anudados. 



















 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y por fin nos conduce hasta Artajona, su pueblo. Creo que a todos  nos hace especial ilusión mostrar a quienes vienen a visitarnos, los lugares de la memoria, allí donde fuimos felices en esos años eternos de la infancia. La silueta de torreones del siglo XII, quedan en pie nueve de los catorce originales, se recorta contra el horizonte, como una vieja plaza fuerte conocida como "el cerco", confirmada por el grosor de sus murallas. La subida hasta una de sus puertas es suave pero, cuando estamos en lo alto, el pueblo se derrumba hacia el valle. Desde allí nos señala la que fue su casa y nos cuenta anécdotas de su juventud. Es buena narradora, amena y divertida. La forma arriñonada de la fortaleza se debe a la orografía del lugar. En lo más alto, la iglesia de S. Saturnino (s. XIII), cuya fachada de poniente, gótica, parece un fondo de escenario, con clara función defensiva; ésta y sus tierras fueron regaladas por el obispo de Pamplona a los monjes de Toulouse ("porque yo lo valgo").  Y más arriba, el castillo con su torre del homenaje y un enorme aljibe. Por las horas que son, todo está cerrado y no podemos visitar los interiores.















Tampoco nos da tiempo a visitar unos dólmenes cercanos. La frase de Maru siempre es: "Para el próximo viaje". Y hay que ir a comer, para lo que nos alargamos hasta Puente la Reina. Se ha quedado un día dulce de temperatura y sol. Al ser lunes está casi todo cerrado, así que comemos en el único sitio que encontramos disponible, unas pochas y secreto con salsa de queso. ¡Cómo cocinan por aquí! Buscamos después iniciar el recorrido desde donde arranca la Calle Mayor, que alberga casas señoriales de sillar y ladrillo con voladizos de madera. Todo está impregnado de olor a pimientos del piquillo tostados, que cuelgan de las paredes. Los caminantes del poniente, pasan con paso apresurado. Y nosotros llegamos hasta el puente de siete ojos sobre el río Arga, obra románica de enorme envergadura, en el que confluyen dos de los ramales del Camino francés. Lo cruzamos percibiendo la inclinación que hay que remontar para hacerlo.






















Y volvemos a la rúa Mayor para visitar la iglesia de Santiago. La antigua, románica, acabó transformándose en el s. XVI en otra de aire catedralicio. La entrada meridional es todavía del s. XIII y, aunque las figuras que adornan las arquivoltas están bastante deterioradas, no deja de resultar impactante con su abocinamiento y las cabezas esculpidas en los capiteles de las columnas que sostienen los arcos. El último, polilobulado, es poco frecuente por su influencia morisca.  En el interior luce un retablo tardobarroco bajo una bóveda de crucería casi flamígera. Sin embargo lo que nos llama la atención son las dos figuras góticas talladas en madera y enormemente expresivas: S. Bartolomé y Santiago. 



 














Y nos queda una última sorpresa, la pequeña joya de Sta. María de Eunate. Está situada en medio del campo, pero su presencia se justifica por estar ubicada al parecer en la confluencia de dos rutas del Camino, la de Somport (Aragón) y la de Roncesvalles (Navarra) y no hay nada urbanizado en su entorno lo que la realza aún más. Son pocas las iglesias octogonales que he podido ver, la de S. Marcos, en mi Salamanca estudiantil. Ésta lo es, aunque imperfecta y además está rodeada por una galería porticada de 33 arcos a modo de claustro externo. A la luz poniente con la que llegamos, luce la piedra en tonos dorados y resulta muy armónico el conjunto. Nos quedamos sin ver el interior, dada la hora. 


Y ya enfilando el regreso, paramos un momento en Gazólaz para ver un pequeño templo del s. XIII, que tiene la peculiaridad de poseer una galería porticada a la entrada, lo que la hace única en Navarra. No es de extrañar este tipo de edificación, ya que permitiría a los feligreses guarecerse del frío y la lluvia en caso necesario. También está cerrada. Es hora de volver.












Ya en casa es hora de remembranzas a través de antiguas pelis en superocho digitalizadas, que nos retrotraen a los tiempos en que Maru e Iñaki con su hijo Unai vivieron en Tudela de Duero allá por los años setenta y participaron de nuestra experiencia comunitario-pedagógica. De aquello queda la relación renovada que nos ha permitido disfrutar con Maru de este día redondo.

José Manuel Mora.

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