Estella

En el Camino

El navegador del coche nos saca de la ciudad sin problemas. ¿Cómo hacíamos antes, cuando no existían esas aplicaciones? A media mañana ya estamos en Estella. El antiguo Ayuntamiento alberga ahora la Oficina de Información, que posee un frontispicio manierista imponente, con escudos y columnas. Junto a él arranca una escalera empinada que conduce a  S. Pedro de la Rúa (s. XII), con un pórtico lobulado de aire moruno. En su interior no hay luz, pero se intuyen el retablo y las naves. Por la otra puerta se accede a un claustro sencillo y con la peculiaridad de que sólo tiene dos lados. Los otros dos se derrumbaron. En su lugar crecen los rosales y el momento se vuelve mágico en medio de la soledad y el silencio absolutos. Al volver a bajar, damos con el Palacio de los Reyes de Navarra, sede del Museo Gustavo de Maeztu, pinacoteca de este pintor de Estella. El edificio de tres cuerpos con torre resulta muy aparente. No entramos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

Regresamos a la calle principal. En sus losas de pavimento se advierten unas conchas metálicas que señalan el Camino de Santiago a los peregrinos, que se identifican por sus mochilas y los bastones de caminantes con los que se ayudan en sus zancadas. Son numerosos y mayoritariamente extranjeros. Se nota que todo ese movimiento, desde tiempos medievales, la hicieron una ciudad próspera, lo que se advierte en las fachadas de las casas que la bordean, de sillería, muy elegantes. Otras más sencillas albergan negocios de anticuarios o bien hornos para asar pimientos. Más allá damos con ¡un centro carlista! No en balde los requetés se sumaron a la sublevación, "por Dios, por la Patria y el Rey". ¡Qué antigüedad! Por algo, durante la segunda Guerra Carlista, don Carlos tenía aquí su cuartel general. Nos sentamos en un cafetería y nos tomamos unas tostadas enormes de queso blanco, salmón, tomate cortado y aceitunas. Deliciosas. La señora me prepara una limonada con miel para suavizarme la garganta, que me raspa un poco. 






 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A las afueras del pueblo hay una iglesia en un alto, la del Santo Sepulcro, la portalada norte, románica de transición al gótico, da al río y está cerradísima, por lo que no podemos ver su interior. Nos parece sorprendente por su estructura asimétrica, con diferentes niveles y arquerías dispares. Y cruzamos el Puente de la Cárcel o Puente Picudo, que salta por encima del río Ega, para volver al corazón de la ciudad.Se trata de una reconstrucción, ya que el original fue volado en la tercera de las guerras carlistas.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Vamos ascendiendo hacia otra ermita que se anuncia por su elevado campanario. Se trata de la iglesia, la de S. Miguel, cuya entrada está protegida por una marquesina para preservar las figuras que integran  la portalada, de un románico purísimo y muy hermoso, dicen que una de las mejores de Navarra. En su interior, ya de gótico airoso, hay un retablo lateral, barroco de madera sin pintar, que nos sorprende por lo poco frecuente que es verlos así, desnudos, junto a otro realizado con panes de oro de aire renacentista, cuidadosamente restaurado. Nos atraen más que el principal, dedicado al arcángel de su nombre.



 

 

 

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y buscamos el "Katxetas", recomendado por los lugareños. Está vacío y lleno de una música atronadora, digna de la ruta del bakalao. Al sentarnos, cambian el dial y bajan el volumen. Somos los únicos comensales. Sobre nuestras cabezas, una pancarta con su lema: "Presoak etxera". El ambiente es duro, pero las manitas rellenas de setas están espectaculares. No las habíamos probado nunca cocinadas de esta manera. También el postre de la abuela. A la salida bajamos hacia la Plaza de los Fueros, con su kiosko de música, silencioso a estas horas de siesta otoñal. Ahí se encuentra la iglesia de San Juan. Su fachada es anodina, neoclásica pero, curiosos como somos, entramos y en su interior nos encontramos con algo insólito: un grupo de señoras sacan brillo al suelo con aspiradores, a los pies de un retablo manierista, fulgurante de dorados, muy equilibrado y armónico.

Pronto llegamos a Pamplona,  al barrio de Iturrama, donde vive nuestra amiga Maru Urtasun, que nos espera con el cariño que se mantiene por encima de tantos años y en cuya casa nos vamos a quedar. Aparece también Karmentxu a cenar con nosotros. Ambas estuvieron a vernos en Alicante hace años. Cuando se entra en las casas de las gentes, uno deja de ser turista y pasa a ser habitante cercano a los que nos acogen, lo que da la posibilidad de conocer mejor la sociedad que se visita. El catarro va en aumento. Me paso  media noche tosiendo. Que no vaya a más. 

José Manuel Mora. 

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