En la Ribera
Me levanto mejor de la garganta y el desayuno es generoso. Maru es así. Aparece Karmentxu y se apunta al yantar. Se ofrece a llevarnos en su coche. Conduce bien, lo que hace que vaya relajado, lo que no siempre sucede cuando no soy yo quien lleva el volante. Con txiri-miri durante todo el camino llegamos a Ujué, nombre que no había escuchado nunca y que es un pueblecito que se encuentra llegando casi a la Ribera navarra. Por calles empedradas y brillantes debido a la llovizna, vamos ascendiendo hacia la iglesia-fortaleza de Santa María La Real (s. XII-XIV) que corona el pueblo y que en perspectiva resulta imponente. El conjunto conserva un aire medieval inequívoco que lo hace a uno viajar en el tiempo, más con las calles vacías de turistas debido a las cuatro gotas que caen durante la visita. Pertenece a la asociación de "los pueblos más bonitos de España". No digo más.
Los muros del fortín, con sus dos torres todavía en pie, su paso de ronda elevado, su mirador sobre el paisaje mojado, envuelven lo que es propiamente el templo con su ábside románico trilobulado y que se recorre por un pasillo entre la pared interior de la muralla y la del exterior de la iglesia. La ausencia de luz proporciona una atmósfera especial a este inicio de la visita. El contraste con la puerta sur, de un gótico apabullante, con sus arquivoltas abocinadas y el tímpano de dos niveles, con la Santa Cena y, en la parte superior, la ofrenda de los Magos, resulta más que sorprendente.
Las antiguas tres naves del templo fueron derruidas por orden real para conformar una única de carácter gótico, que asombra sobre todo cuando se mira hacia la parte del coro, soportado por tres arcos esbeltos, que contrastan con la capilla de la cabecera, de sobrio románico, que alberga la imagen de una virgen negra tallada en madera de aliso en el s. XII, una de las más antiguas de Navarra, y recubierta de plata por orden de no sé qué rey que quiso que su corazón descansara en una arqueta junto al altar. Manías...
Y a la salida se ha hecho hora de comer. Cruzamos al "Mesón Las Torres", donde ya hemos reservado mesa. Menos mal que hemos sido previsores porque, al ser domingo, está lleno. Lo característico aquí son las migas de pastor, que sirven en la sartén apoyada en unas trébedes, como se hacía en Yecla, mi pueblo. Los ventanales dan al valle y no hay sensación de agobio en el interior. Da la impresión de que estemos instalados en la famosa "nueva normalidad", valga el oxímoron. Como el primer plato es "ligero", completamos con unas codornices y un vino bueno de la zona. La leche frita final pone el broche de oro a una comida en la que nos hemos divertido mucho con las conversaciones cruzadas con las chicas.
Seguimos hacia Olite, donde yo ya había estado en otra vida, tanto es el tiempo que hace. Parece que quiere escampar, porque el viento que ahora sopla se va llevando las nubes y acabará saliendo un tímido sol de oro deslucido a media tarde. Tomamos café en el Parador, antiguo Palacio Viejo de los s. XIII-XIV, de los mejores ejemplos de gótico civil de la zona. Fue sede de la corte del antiguo Reino de Navarra. Como señores. Nuestras amigas se lo merecen.
Y el Palacio Nuevo, inspirado en el gótico francés, que para eso eran vecinos, albergaba a los reyes de Navarra en sus años de esplendor (s. XIV y XV). Mantiene la silueta de un fondo de cuento de Disney. Está restauradísimo, ya que el abandono primero, cuando la corte se trasladó, y un incendio en una de las guerras del XIX, lo dejaron en ruinas, según se ve en las maquetas expuestas y en algún dibujo de la época que se expone en la sala.
Ya tuve la impresión en mi primera visita de estar en el interior de un fastuoso decorado en el que resulta fácil perderse, al ser fruto de sucesivas ampliaciones y no responder a un plan de conjunto por parte de los sucesivos arquitectos. Y sin embargo, a pesar de ese aire de cartón piedra, es de los monumentos más visitados de España. Seguramente porque la imaginación puede volar de torreón a torreón y adentrarse por los ventanales hacia salas oscuras, que mantienen el aura de lo auténtico. De hecho G. A. Bécquer se dejó seducir por el lugar y sus habitaciones desnudas, presas de la decadencia que tanto agradaba a los románticos.
Y por fin entramos en lo que es propiamente el palacio. Seguimos el recorrido propuesto para la visita, que viene bien indicado y explicado en el folleto que nos han dado con la entrada (dos euritos de nada). Hay rincones curiosos, como el patio de los naranjos, algún jardín vertical, otro con una morera blanca enorme, la Galería del Rey, de dos alturas, que da sobre el patio de armas, salas con chimeneas de piedra apagadas, ventanales ojivales con los asientos adosados para mejor aprovechar desde ellos la luz ...
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