Vitoria-Gasteiz, I

 Una ciudad racional

De día todo tiene otro aspecto, empezando por el inquietante kiosko iluminado en la noche cual platillo volante, ahora reducido a un jardín decimonónico, el Parque de la Florida. El aire otoñal lo embellece y serena todo. Estamos a tiro de piedra, caminando, del centro de la ciudad, la Plaza de la Virgen Blanca. Antes de llegar a ella pasamos delante de la sede del Parlamento Vasco que tiene a sus puertas una escultura de  Cristina Iglesias en memoria de las víctimas del terrorismo etarra. La celosía responde a los presupuestos estéticos de la autora, que ya le hemos visto en otros sitios. Ésta es en terracota y forma una especie de enrejado laberíntico. Y aún antes de llegar a la plaza, nos llaman la atención dos esculturas, una tipo friso, más descriptiva, "Hombro con hombro", y otra en modo totem, "La mirada", una mole de granito gris, agujereada en el centro, que aúna rugosidad y lisura, brillo y mate, la geometría de sus líneas y lo irregular del orificio por el que se acaba mirando hacia el otro lado, hacia las dos partes de la ciudad, la vieja y la nueva. Ambas son de Agustín Ibarrola. Y recordando la que se encuentra a las puertas del Postiguet en mi ciudad, siento una envidia que escuece. Como el hecho de que le hayan dedicado una a I. Aldecoa en pleno parque. Las bicicletas, con aparcamientos específicos para ellas, también son un exponente de la racionalidad del tráfico.


 





















Una vez tenemos el plano de la ciudad en las manos es fácil orientarse. Y así vamos desde la Plaza del Ayuntamiento, adornada con banderas arcoiris en los balcones, pero con menos gracia que la salmantina, hasta la Plaza de los Fueros (1981), atraídos por el nombre de su diseñador, E. Chillida. Cuando llegamos nos sentimos desencantados ante la dureza de sus líneas, aumentada por el granito y la casi ausencia de verde. Parece que se diseñó para poder realizar exhibiciones de deporte rural vasco, con un frontón en un lateral. Vacía como la vemos, nos resulta desangelada. Ni siquiera alcanzamos a percibir la forma típica del escultor, de geometría rota, sólo visible desde el aire. Sin embargo es un gozo pasear por una ciudad ocupada por la tranquilidad que da la peatonalización de grandes áreas, los tranvías silenciosos o el abundante uso de las bicicletas como ya he señalado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El casco antiguo está ubicado sobre una colina y para visitarlo hay que remontar escaleras y pendientes, como las que conducen a la iglesia de S. Vicente, de un gótico sobrio, airoso, casi desnudo, con un campanario que sobrevuela el resto de las edificaciones. En la trasera del templo descubrimos los restos de murallas de lo que fue antigua fortaleza defensiva y el palacio renacentista de Villa de Suso (s. XVI), es decir, de arriba, que es ahora un centro de congresos. Muy cerca está la iglesia de S. Miguel, también gótica, con un espléndido retablo barroco. Al salir nos topamos con un mitin de la juventud pepera vitoriana. No son más de dos docenas de jóvenes arengados por el incombustible Iturgáiz, que sigue con su discurso de hace veinte años. 




 














 

Por una vez hemos sido precavidos y llevamos reservada la visita guiada a las 12:15. Los jubilatas pagamos 7€. De camino nos sorprenden agradablemente los pisos de acogida para mujeres maltratadas. En una plazuela una senegalesa charla con una colombiana mientras cuidan a sus criaturas. Lo tienen crudo los de la pureza racial, con las carnicerías halal junto a los bares de pinxos. La multiculturalidad, que le dicen. Hay fachadas traseras iluminadas con frescos muy cuidados, que dan un toque de colores restallantes a la sobriedad de la zona. Es evidente que tanto el Gobierno Vasco, como la Dipu y el Ayuntamiento están trabajando bien y la ciudad está preciosa, a pesar de los costurones que ha dejado la pandemia con montones de negocios cerrados. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los palacios se suceden: Montehermoso, Escoriaza, también los espacios municipales cubiertos para practicar deporte. Y así llegamos a la plaza de la catedral de Santa María. Tengo en la mente imágenes de la tarea de rehabilitación que han emprendido, pero pronto nos vamos a dar cuenta de que lo que están haciendo es colosal. Sólo por presenciar en directo lo que llevan a cabo, merecería la pena acercarse a visitar esta ciudad. No se entra a la iglesia por uno de sus pórticos, como sería lo esperable sino, bajando una cuesta pronunciada, por un portal de casas de vecindad. El grupo no es muy numeroso. Profesoras catalanas jubiladas y curiosas, como nosotros. Hay a la entrada un vídeo explicativo que nos pone en situación. A través de unas escaleras y un pequeño túnel pasamos a las entrañas del subsuelo de la catedral: roca viva, restos de la viejísima muralla, cementerio antiguo y humedades sin cuento. Con ello han tenido que lidiar arquitectos e ingenieros para levantar columnas de granito pulido de enorme diámetro que son las que sostienen los basamentos de una edificación eclesial que se pensó  pequeña y como fortaleza, pero que fue creciendo en tamaño y altura y cuyo peso ya no era aguantado por paredes y arbotantes exteriores. Llegamos después a un espacio trilobulado que señala muy bien el ábside antiguo, subterráneo. El techo de ese área se sustituyó  por una cubierta coronada por mármol negro, y lo que era cielo ahora es el suelo del altar mayor. Así enunciado tal vez cueste de imaginar. Con las explicaciones de Eneko todo va quedando claro.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ya en el transepto se ve cómo la luz entra a raudales por todos  los ventanales y vidrieras. La inclinación y el abombamiento de los muros, debidos a su altura excesiva, se hicieron evidentes, y las grietas también. Pronto se vio necesario levantar los conocidos como "quitamiedos", arcos que van de pared a pared y que sostienen las columnas y retienen los muros. Todo ello hace que el interior de esta catedral sea completamente diferente a cualquier otra vista antes. Se puede acceder al triforio  tras subir 72 escalones. Desde el corredor arqueado, situado a media altura, se percibe mejor la amplitud de la nave y la curvatura de los muros. Parece milagroso que no se haya venido abajo. Como el dinero de la restauración es mixto, gobierno-iglesia, desde 2014 el espacio sirve para el culto y también para albergar conciertos, teatro, cine. Algo impensable en otros lugares que la Iglesia ha hecho impropiamente suyos, como sucede con la Mezquita en Córdoba. 


Queda subir a la torre por unas escaleras helicoidales que ponen a prueba la forma física de quienes lo intentan. También aquí la intervención ha sido necesaria, puesto que el chapitel se quemó. En el lugar, donde se conserva el viejo mecanismo del antiguo reloj, se combinan las vigas de roble antiguo, originales, con las nuevas que ha sido necesario instalar para eliminar barreras arquitectónicas y que se pueda visitar todo ello en silla de ruedas. La vista de la ciudad desde lo alto he de confesar que no es muy atractiva, resulta mucho más hermosa a pie de calle. 


 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 



 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando bajamos, nos muestran un vídeo concluyente, proyectado en las paredes de una hermosa sala tardogótica de muros desnudos, lo que permite la proyección. Salimos por la puerta principal, donde se encuentra la Virgen Blanca, única a la que quedan restos de policromía y que tiene un encanto especial. Se ubica en el parteluz, como si sostuviera el tímpano del arco ojival. La visita ha durado hora y media. Ha merecido la pena. 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las calles del casco antiguo tienen los nombres de los oficios que en ellas se ejercían: Pintorería, Escuelas, Cuchillería, esta última una de las más animadas. De hecho se han ido abriendo bares y restaurantes por ser la hora del aperitivo. Están todos atestados. Comemos un menú en uno de ellos, el "Hanikotz", elegido al azar, sin mucha personalidad, y volvemos al hotel a descansar un poco. La lava ha llegado hasta el mar en La Palma. El desastre es cada vez mayor. El Paseo de la Senda, que anoche recorrimos vacío y casi sin luz, ahora está lleno de gente que pasea a críos y a ancianos, y de grupos de jóvenes que corren de manera ordenada o pedalean, aprovechando la bonanza de la tarde y un tímido sol.  Ahora se ven bien los palacetes que anoche sólo entrevimos, algunos decimonónicos, otros de moderno diseño, en medio de un parque que empieza a otoñar discretamente.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 














 

Queremos ir al cine, pero al ser miércoles está todo vendido. Paseamos por el barrio de los cines Florida y descubrimos que casi enfrente está el Teatro Principal. Hay concierto pero las localidades están agotadas. Cuando decidimos marcharnos, nos llama la jefa de sala y nos ofrece dos localidades regaladas. La Banda Municipal es un conjunto potente y armónico. Al final acompaña a una soprano en unas piezas modernas, de sonoridad curiosísima y muy bien interpretadas. El interior del teatro es coqueto, muy de época, con una araña imponente, todo acorde con el público, intercambiable con el del Principal de Alicante. La gente se queda fuera al salir, haciendo vida social. 



  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Como decía mi padre, "amigos, hasta en el infierno". Y desde la distancia el ilustre poeta y amigo, José Luis Vidal, que es de la tierra, nos recomienda una visita de pinxos al "Toloño", en los arcos de la plaza de esta mañana. Hay personal, pero no está congestionado. La barra es de lo más apetecible y la carta muy sugerente. Puertas abiertas, gente sin mascarilla, ¿la nueva normalidad? Croquetitas de jamón y unos callos con bebida, 20€ de nada. Todo exquisito.

Regresamos por calles desiertas y húmedas. Nos hemos hecho con la ciudad, pero será necesario otro día para visitar lo mucho que encierra.


 José Manuel Mora.

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