Belzunce y Aralar

 De nuevo, dos en una

Es ésta una entrada casi personal, llena de nombres propios. Sirva de homenaje a la hospitalidad de nuestras amigas navarras, y de los "alrededores". Digo esto porque Maru y Karmetxu, Karmentxu y Maru, estuvieron en Alicante hace añísimos y las homenajeamos con lo mejor de nuestra tierra en mesa y paisajes. Así que ahora son ellas las que quieren corresponder. Belzunze es un pueblito a doce kilómetros de Pamplona, donde Karmentxu tiene su casa. Está a las afueras de la población, rodeado de campos de cultivo y de horizontes lejanísimos. Desde la balconada de la primera planta la vista es fastuosa. En la cocina entra el sol a raudales y ya andan entre pucheros la anfitriona y Mariajo, llegada de Zarauz, junto con Maru, que prepara unos mejillones con cerveza y txakoli para el aperitivo, que llenan el ambiente de un aroma, completado por la preparación de chopitos con limón y cebolla. Y va corriendo el vino. Así que se impone la siesta. Luego hay programada una visita a la propiedad, donde Karmentxu cultiva manzanos, calabazas y tomates; después un paseo vespertino por sendas que nos llevan a un pueblito próximo, donde luce un casón del s. XVII y un antiguo lavadero que evoca salpicaduras de jabón y canciones femeninas. Volvemos con el sol declinante entre conversaciones que fluyen en todas direcciones, aquellas con las que se teje la amistad. La vuelta a Pamplona nos deja exhaustos.






















 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y la etapa siguiente de este nuestro viaje, sin demasiada programación previa, no la hubiéramos realizado si no hubiera mediado la sugerencia de Maru. Hoy nos encaminaremos al santuario de San Miguel de Aralar, lugar donde Iñaki y ella se casaron y uno de los centros de espiritualidad más potentes de Navarra. Vamos con el coche de Karmentxu, que nos sube hasta lo alto del pasaje de Arakil (con probable etimología ara coeli, nombrada por los romanos), desde donde se divisa este valle inmenso y profundo en un día radiante. Desde la sierra de Aralar el horizonte lo cierra al sur la sierra de Urbasa-Andía, adonde luego nos proponemos ir, y al norte, desdibujados por la calima, Pirineos. Están restaurando el conjunto eclesial. Resulta sorprendente al entrar, descubrir una iglesuca en su interior, construida en torno a la cual levantaron la de tres naves; en la central se encuentra un ara-retablo esmaltado de tonos verde esmeralda, un bellísimo tesoro realizado por orfebres de Limoges.


 

























Junto al santuario hay un albergue para peregrinos donde se puede uno reconfortar con un buen café. Compramos bocadillos de tortilla para cuando paremos a comer. La mañana es luminosa y fría. Y buscamos la oficina de información desde donde arrancan los senderos. Se nos han hecho las doce y la gente va volviendo, mientras nosotros iniciamos el ascenso en medio del hayedo, más abierto que el de Irati, y en el que ya hay copas que empiezan a amarillear. Cuando llegamos a lo alto, la espesura se abre y deja ver un prado desde el que se divisa el bosque. Y allí nos sentamos a comer y descansar. No hay nadie. Cabras, caballos y un aire más fresco. A estas navarricas no hay quien las pare. Y menos mal que la vuelta es de bajada hasta el coche. Pasamos por Huarte-Arakil y en su plaza tomamos un café, mientras hablamos de abuelos carlistas, barberos y panaderos, como el que nos vende una hogaza, que nos atiende en castellano y que es de origen sirio. La gente se busca la vida donde puede, algunos, con éxito. 


  



















 

Y desde allí seguimos hasta Zamartze, por ver una ermitica románica, con la sencillez de las del s. X, al pie de la sierra de Andía, mole impresionante que mira a norte. Es un rincón casi privado, donde se suelen organizar retiros espirituales, con aroma opusdeístico, pero que a esta hora de sol dulce invita al descanso reparador, al pie de los sillares dorados. 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y ya hay que volver a la capital, donde sacamos entradas para el cine de mañana. En casa está Oier, uno de los hijos de Maru, con el que compartimos mesa y mantel y recuerdos. Lo que nos lleva al ordenador, donde ella guarda un tesoro de fotos de hace cuarenta años, que despiertan en mí un sinfín de nostalgias, de tantos momentos vividos de los que no guardaba memoria: Tudela, Villalar... Un aunténtico festín con algunas dolorosas ausencias ya. Me voy a la cama con la cabeza llena de imágenes de cuando entonces.


José Manuel Mora.



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