El Cantábrico

Por Francia y España

Al levantarnos, la niebla no deja ver ni el campanario cercano. Hace frío. Desayunamos en el "Gorospe" unas tostadas enormes con tomate y aceite y un café buenísimo. Ya templados, seguimos hacia el norte. La niebla va levantando y el paisaje parece recién lavado. Zugarramurdi, con ecos cinematográficos de brujas y akelarres, está bastante cerca y, al parecer, hay unas cuevas que vale la pena visitar. Conforme nos aproximamos al pueblo, la presencia de grandes autobuses cargados de jubilatas se va haciendo cada vez más patente. Por miedo a las aglomeraciones lo dejamos estar. Seguirán ahí si volvemos. Y en nuestro camino hacia el mar, cruzamos una raya, que ni siquiera está pintada en el suelo, y estamos en Francia. ¡Qué tiempos, cuando se atravesaba la "muga" con el pasaporte entre los dientes! La carretera hacia Sare es poco más que un camino mal asfaltado de dirección única, lleno de curvas y entoldado de verdor. Conduzco con cuidado y disfrutando del entorno, incluso con alguna parada en un locus amoenus. La mañana ha quedado esplendorosa.




 

 

 

 

 

 



 

 

 

 

 

 

 

 

Al entrar en el pueblito francés, en el centro del mismo, nos recibe una iglesia sin gracia ninguna, con aire de fortaleza, rodeada de tumbas, al estilo británico. Su interior es de corte gótico, de techos altos, y con un triple triforio de madera, con tres niveles de alturas. No habíamos visto nunca nada semejante y mira que llevamos vistas iglesias. Nos quedamos mudos de asombro. Creo que sólo por ello merece venir a este pueblo donde, a midi, comme il faut, las tiendas han ido cerrando y las terrazas de los restaurantes comienzan a llenarse de franceses tempraneros dispuestos a almorzar. Son los mismos que en España comen las paellas a las tres de la tarde al volver de la playa. En casa son más disciplinados. Las cuatro calles están limpísimas y todo es racional y correcto. Las recorremos y, al acabar la que parece la arteria principal, se desemboca en una especie de mirador, ya que el pueblito está situado en un altozano. Algunas casas van teniendo un aire que conozco por haberlas visto en el Suroeste francés.





 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y seguimos, ya por carreteras más civilizadas, hacia  San Jean de Luz, adonde no había vuelto desde mis veinte años en la vieja deux chevaux de Maguy, con Marc, el bretón, ambos alumnos en la Fac de Burdeos. El viejo pueblo balneario, con aires decimonónicos, mantiene esa belleza cuidada de las viejas damas que se resisten a dejar de ser fascinantes. Se mantienen los palacetes frente a un mar añil intenso, y un paseo marítimo muy burgués delante de una playa amplia y casi vacía a estas alturas del año. Se ha hecho la hora española de comer y encontramos por casualidad una crêperie con terraza protegida del sol por un toldo verde y acogedor. Al ir a sentarnos, el camarero nos detiene y nos pide el pasaporte covid. Es la primera vez que nos lo reclaman, tal vez para recordarnos que la pandemia no ha terminado. Felizmente los llevamos descargados en el móvil. Las crêpes sarracenas son una delicia y las dulces resultan una delicadeza para gourmets. Me vienen a la mente personas y ambientes de mi etapa bordelesa.

 

La parte central de la villa marinera está peatonalizada y los bajos de las casas están ocupados por multitud de tiendas para turistas. Sin embargo si se mira hacia arriba se descubren casonas con aire norteño, con los balcones pintados de vivos colores, como ya vimos en el Baztán. Todo coquetísimo, eso sí. Seguramente fue todo esto lo que me llamó tanto la atención en aquella visita, eso y que la playa mirara al norte y el sol no saliera por donde debía, por la izquerda, como lo hace en Alicante.
 


A 15 kilómetros se encuentra la frontera tradicional, la que separa dos ciudades, Hendaye e Irún, que tienen continuidad a través del puente que las une/separa. Esa travesía, entre coches y camiones, la recordaba con puestos de la Guardia Civil, con revisión de pasaportes que lo ponían a uno nervioso. Eran los años en que la ETA empezaba a actuar y tres jovenzuelos melenudos despertaban sospechas, a pesar del viejo Renault con el que nos movíamos. Ahora todo resulta más sencillo. Nuestra siguiente parada la hacemos en Fuenterrabía. A pesar de mi formación filológica, no se me había ocurrido pensar que se tratara de la misma ciudad conocida en euskera como Hondarribia, situada frente al arenal de Hendaya y mirando a la desembocadura del Bidasoa. Al aparcar, descubrimos que el casco viejo, en alto, está fuertemente amurallado, con muros de un grosor imponente, que no sé si habrán sido restaurados. Lo que es claro es que se trata de una antigua plaza fuerte y estratégica. Vamos recorriendo su perímetro externo hasta llegar a un auténtico castillo, una mole sin adornos que, tras la guerra de 1808, quedó muy dañado y que se habilitó en la década de los sesenta como Parador. Tomamos un café. Las vistas desde los balcones son espectaculares, al igual que los salones interiores, donde se tiene la sensación de haber viajado en el tiempo.



 



















 

Un paseo corto por la ciudad intramuros nos descubre la vista de Francia al otro lado de la ría y caserones de voladizos de madera labrada, escudos nobiliarios tallados, miradores pintados de colores vivísimos, soportales de columnas de piedra, balconadas, contraventanas y vigas exteriores hechas con troncos de los bosques cercanos, que dan a todo el conjunto un aire bien particular.  


 
















 

Aunque deseaba volver a Pasaia, el antiguo Pasajes, al puerto sólo pueden entrar residentes, por lo que, tras el intento, nos toca volver a salir y con el sol hiriendo los ojos enfilamos hacia  Zarauz. No colocarle la t final que exige el nombre en euskera, hace que el navegador no lo reconozca y que nos cueste recurrir a los antiguos carteles direccionales. Marijose, nuestra vieja/nueva amiga a la que conocimos en Pamplona, nos espera en su casa, todo hospitalidad. Salimos de picoteo y se nos agrega Begoña, una amiga suya, que acabará siendo amiga nuestra. La ciudad veraniega, está completamente vacía. Sin proponérnoslo, aparecemos delante del restaurante de Arguiñano y como lo vemos bien ventilado y no demasiado petado de gente, nos acomodamos en unas mesas. Los champiñones en salsa, la ensaladilla, el bonito a la vinagreta, todo lleva la firma del maestro cocinero. La conversación es distendida, llena de anécdotas y humor. Y regresamos paseando en busca de una cama reparadora.

José Manuel Mora.



































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