El valle del Baztán

 Baztan

Hoy es día de desayuno y despedida, con Oier, Karmentxu y Maru. No volveremos a bajar a Pamplona y seguiremos nuestro periplo por el norte. Bocadillos, recomendaciones, besos, abrazos... Ha sido una gozada tener la Fonda Urtasun a nuestra disposición, como punto de referencia, con sensación de hogar al que volver tras cada recorrido. Después de tantos años sigo viéndola como aquella cría con la que bailaba jotas al son del txistu de Iñaki, y con la que me siguen uniendo no sólo recuerdos pasados sino inquietudes presentes y sensibilidades en común. Una gozada, ya digo. Y nos vamos a adentrar en el Valle del Baztán, lugar que visité en mi primer viaje a Navarra. Entonces, pasar el puerto de Belate con un 600, era toda una proeza. Hoy los túneles que horadan el monte permiten ascender sin problema hacia el corazón del valle, que tiene ahora además las connotaciones de la novela que leí con apasionamiento allá por 2013: El guardián invisible de Dolores Redondo. El día es luminoso y, conforme las guedejas de niebla se van levantando, los colores de las lomas y sus caseríos  se vuelven restallantes. 


 







Ziga es la primera parada. Se trata de una aldeíta primorosa, en la que no hay ni un alma. Un iglesión barroco, cerrado a esta hora, preside la plaza. Y callejeamos sin prisa, deteniéndonos en la fisonomía de casonas con prosapia, muchas de ellas convertidas en "casitas con encanto", cuidadísimas, con intención de auténticas, gracias a materiales y decoración, para que los turistas sientan que están en un lugar en el que "todavía se vive como antes". Aunque sepamos que nada es igual. Ahora tienen todo el confort que las novedades técnicas permiten: wifi, chimenea de buen tiro, biblioteca y terraza sobre el césped, mirando al valle. El dueño de una de ellas nos da paso para que la visitemos. Entiendo que aquel primer viaje me dejara honda huella, aunque esta vez no vayamos a pasar por Oronoz, lugar donde estaba el Colegio Rural, que nos trajo hasta allí.




















Seguimos tranquilamente hacia Irurita. En su plaza destacan auténticos palacetes, que así se llaman, con apellidos con raigambre, como el de los Jauregia (1437), con un imponente torreón en uno de sus flancos y convertido hoy en hostal. El dinero que llegaba de América  desde el s. XVIII permitió la construcción de otros que ahora dan un toque señorial a la plaza. Aquí hay, a esta hora de media mañana, mucha más vida. 







 




La capital del valle es Elizondo, famosa estos días por las lluvias torrenciales que lo han inundado, y tiene ikastolas, institutos de secundaria y centros de F.P., lo que hace que la calle, que ejerce también de carretera, esté llena de una muchachada con ganas de echar unas risas de camino a casa. Hay una taberna oscura, con una terraza soleada en la calle. Allí nos dejan comer los bocatas que traemos a cambio de unos pintxos y unas birras, "cañones", llaman aquí a estas cañas enormes. Regresamos por la parte trasera de la calle, la que da al río Bidasoa, en la que hay una pesquera, que me recuerda a las del Duero en Quintanilla y Tudela. También una cubierta de madera que debe de servir de protección a la hora de montar el mercado. Se nota que la lluvia debe ser frecuente, ya que las calles con soportales son abundantes. 


 












Nuestra última etapa será Erratzu, donde hemos concertado una habitación sin desayuno en "Etxebeltzea", la casa que nos ha recomendado Karmentxu. Luego entenderemos por qué no lo ofrecen. Es un caserío con solera, orientado a mediodía en su fachada principal. El interior mantiene restos de antiguo esplendor: zona de lectura, una librería acristalada con libros de carácter religioso en su mayoría, una mesa larga de comedor y lámpara de lágrimas. La sala de estar, como el dormitorio, se abre a la calle, con los balcones de par en par, el sol entrando a raudales, un piano y un montón de bibelots en los estantes, y un suelo de madera lustrosa. Inicialmente estamos encantados, pero el dueño no siempre está disponible, y su mujer trabaja en Pamplona, con lo que la atención no es muy allá, a pesar de lo encantador del conjunto. El propietario nos recomienda realizar una excursión de un par de horas, al atardecer, hasta una cascada cuyo nombre nos hace mucha gracia: el Xorroxin.











 

Viene bien indicado y resulta fácil ir siguiendo la senda, inicialmente abovedada por los ramajes, que se va empinando poco a poco entre árboles con forma de esculturas dignas de Leiro, que dejan ver prados donde las vacas pastan mansamente. El riachuelo corre cerca. Estamos apenas a diez kilómetros. de la frontera francesa. Somos casi los únicos andariegos del atardecer, junto a una pareja divertida que va haciendo fotos. Andan tan perdidos como nosotros. De hecho encontramos una cascadita tímida, que pensamos que no merecía la pena el recorrido, aunque el paseo está resultando muy agradable.




 

 

 

 

 

 


Unas mozas aguerridas, y equipadas con los mapas que nosotros no llevamos, y que ya vienen de regreso, nos indican que hay que seguir. Tras un recodo, el cantar lejano del agua se va haciendo más poderoso. Y aparece al fin una auténtica cascada, que golpea el roquedal negro entre la fronda que todo lo envuelve. Las rocas son resbaladizas y la foto puede acabar pasada por agua. Se trata del "nacedero" del río Baztán, que luego será el Bidasoa. Aquí llegamos a coincidir media docena de excursionistas. No quiero ni pensar cómo estará en verano. Fotos y regreso, en un atardecer cada vez más dulce. Hemos tenido suerte.








 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

Como el camino es circular, divisamos un poblado y pensamos que ya hemos llegado al punto de partida. Pero el sentido de la orientación parece habernos abandonado, porque hemos entrado en una aldehuela de caseríos espléndidos, con enormes calabazas y montones de leña cortada en las puertas de las casas en previsión del invierno que debe de ser frío. Allá abajo distinguimos el campanario de nuestro pueblo y continuamos la marcha hacia nuestra casa entre cencerros y prados.




 

 

 

 

 

 

 

 

 


Cuando llegamos a nuestro hospedaje, no hay nadie en la casa, lo que nos permite curiosear. No hay wifi, el teléfono se ha muerto, así que se impone un poco de bitácora. La noche cae deprisa  y ha bajado la temperatura. En un bar cercano tomamos unas croquetas y una ración de buen queso con unas cañas. Hay que abrigarse al salir. Menos mal que la habitación está atemperada. El hostelero ha regresado y nos cobra los 70€ de la pernoctación. También nos indica dónde desayunar al día siguiente. Tras la caminata, caemos rendidos. Efectivamente el Baztán tiene algo de magia primitiva.

José Manuel Mora. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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