Llamada para el muerto, de John Le Carré

 Una de espías

Siempre hay una primera vez. Y ésta  ha sido propiciada por una práctica que pienso ha ido decayendo un poco últimamente: el bookcrossing, el dejar libros abandonados en la calle a disposición de quien pase. Cerca de la Albufereta debe de haber algún extranjero políglota que ha ido desembarazándose de libros que no quería o de los que necesitaba deshacerse. Me fijaba en los títulos y seguía sin más. Sin embargo, la última vez me llamó la atención un autor de prestigio, del que no había leído nada. LE CARRÉ, JOHN. Llamada para el muerto (Call for the Dead). Barcelona: Plaza y Janés Editores, 1988. Trad. Nieves Morón. [425 pesetas]. Esto último, junto al tono azafranado del papel en los bordes de las páginas, que sólo el paso del tiempo proporciona, es el mejor indicador de que lo que tenía entre manos era una edición con pedigrí. También la foto de la cubierta era una buena señal.


John Le Carré (Reino Unido 1931-2020) es el prototipo de novelista dedicado a un género, la novela de espionaje, aunque cultivó otros. Educado en Oxford, fue profesor en la de Eton y perteneció al cuerpo diplomático, lo que le proporcionó una buena atalaya de observación para ambientes y personajes. Los que creó solían ser turbios y de mayor complejidad que la que adorna a Bond, James Bond, el espía por excelencia. El agente Smiley, está lejos de la actividad frenética a la que nos tienen acostumbradas las distintas encarnaciones cinematográficas del agente 007. El novelista no admitió nunca ningún premio literario ni distinción o título alguno. Rara avis en el mundillo literario. La que hoy comento, la primera que publicó, fue editada en 1961. Los títulos que me sonaban lo hacían debido a sus adaptaciones cinematográficas: El espía que surgió del frío (1963) de M. Ritt [1965], El topo (1974), con G. Oldman [2011], o La casa Rusia (1989), con S. Connery [1990]; El sastre de Panamá (1996), en cuyo guión colaboró junto a J. Boorman [2001] y El jardinero fiel (2001), de F. Meirelles [2005] son una buena muestra del éxito obtenido en sus adaptaciones. 
 
 
Georges Smiley es un hombre cincuentón, que se encuentra a punto de jubilarse. Ha sido abandonado por su esposa, que se ha ido con un joven cubano llevándoselo todo. "Nada en él es pintoresco, atractivo, todo gris, vulgar" (pág. 6). "Bajo, gordo y de carácter apacible, parecía gastar mucho dinero en trajes francamente mal cortados, que colgaban alrededor de su rechoncha figura, como la piel de un sapo encogido [...] Una rana con impermeable" (pág. 9). Como se puede apreciar a partir de esta sucinta descripción nada más lejos de la figura de Connery. A ello se añade una de sus pasiones: "hacer incursiones en el misterio de la conducta humana" (pág. 11), junto a "la perspectiva fantástica de actuar completamente solo" (pág. 12), lo que le puede acarrear serios contratiempos. Y sin embargo él es consciente de lo relativo que es todo, ya que "no sabemos nada unos de otros, nada" (pág. 48). Frente a esta figura solitaria, está la del superior estúpido "de insoportable mundanidad" (pág. 7). Salva al pobre Smiley la presencia de algún compañero solidario y con coraje, un tal Mendel, de quien no tenemos más que las pinceladas que sus acciones revelan sobre él, pero que es tremendamente efectivo. Y hay un último rasgo que me ha resultado curioso, teniendo en cuenta los años que hace de su publicación: "[Smiley] odiaba los mass media, el inexorable adoctrinamiento del s. XX" (pág. 165) lo que, al estar escrito en tercera, supone la opinión del narrador, Le Carré. Y eso que no conocía las novedades actuales.
 
Un extraño suicidio que resulta no ser tal. Un ahogamiento, quién sabe si provocado, un ataque en la noche al agente Smiley, y un asesinato en pleno teatro. Todo se mueve en torno a unos personajes cuyo oficio consiste en engañar, en fingir fidelidad a causas que luego traicionan. El final de la II Guerra Mundial está todavía cerca y el pulso entre Occidente y las repúblicas bajo la órbita soviética resulta patente y motivador de mucho de lo que sucede. Incluso el protagonista acaba siendo derrotado, aunque descubra el intríngulis de la trama, porque acaba yendo contra sus propios principios en una escena de un dramatismo tremendo. A pesar de todo lo anterior, he tenido la sensación, todo el rato que he estado leyendo, de que la niebla londinense que todo lo envolvía me iba distnaciando del núcleo de lo narrado. El estilo es seco, escueto, sin adornos, con los datos necesarios pra seguir lo que ocurre, pero sin ahondar en el carácter de los actuantes. Todo excesivamente british. Es probable que lo intente de nuevo. Tal vez con alguna obra posterior el escritor haya ido perfilando más su manera de narrar y me resulte menos discursivo.
 
José Manuel Mora. 
 

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