Ochagavía/Otsagabia

 Hacia Pirineos

Amanecer de silencio claustral, roto por las campanas del monasterio que llaman a la oración de los monjes. El desayuno en el refectorio resulta más que aceptable. Salimos hacia nuestro siguiente destino y, conforme remontamos la sierra, el pantano va quedando allá abajo, azul y calmo, en la mañana radiante. Tenemos referencia de la Foz de Lumbier, pero para poder disfrutarla haría falta tal vez dedicar la mañana completa para recorrerla. Así pues, lo que hacemos es detenernos en un mirador desde el que se contempla el tajo verde y gris y profundo, tallado en piedra arenisca, de la Foz de Arbayún. Allá abajo corre el río Salazar, que volveremos a encontrar más adelante. Compartimos el momento de belleza silenciosa en el mirador con tan sólo una pareja de enamorados y algún que otro buitre leonado de la colonia más numerosa de estas aves en Navarra. 

 

Continuamos hacia el norte y, al pasar por Navascués, nos encontramos a las afueras de la población una construcción rodeada de tumbas con un sabor a románico delicioso, solitaria y enigmática, humilde en su sencillez, la  ermita de Santa María del Campo (s. XII), desde donde se empieza a abrir el valle del río Salazar, que volveremos a cruzar varias veces. Hay algo que llama la atención y es que su torre de ventanas geminadas de medio punto esté levantada en mitad de la nave, con su cubierta de lascas de pizarra gris que contrastan con el dorado de la piedra sillar. Está cerrada.





 

 

 

 

 

 

 

 

Pronto estamos entrando en Ochagavía, un pueblito apretado a los pies de una colina y arracimado en torno al campanario de su iglesia, que sobresale por encima de los tejados. Hemos reservado en el Hostal Orialde, coqueto, sin pretensiones, pero con unos dueños amabilísimos. Acabará convirtiéndose en nuestro refugio de un par de días. El precio de la doble es además razonable (75€) e incluye el desayuno. En el punto de información nos sugieren algunas rutas de paseo para después de comer. Vamos descubriendo la plaza soleada y con terrazas, la farmacia, y las distintas casonas que bordean el río, algunas con los marcos de piedra oscura típicos de esta zona; el sol de la mañana lo hace todo de lo más agradable. 



 

 

 

 

 

 

 

 

El comedor del hostal está lleno. Además de los turistas que venimos de visita, se nota que hay clientes habituales, trabajadores de las obras en curso, latinos, africanos, andaluces, maketos todos, Creo que lo tienen crudo para la euskaldunización. Hay un ambiente divertido y franco. Nos ofrecen de primero pastel de marisco / crema de verduras y, de segundo, albondigas / estofado de potro con vino y pastel vasco por 15 módicos euros cada uno. Tras el amodorramiento de la siesta decidimos iniciar el ascenso a la ermita de Nuestra Señora de Muskilda. Semejante nombre me retrotrae a alguna heroína de "El Capitán Trueno"  de mi infancia. El repecho por el que sube el sendero es suave y el boscaje nos protege del sol de media tarde. Al ganar altura el arbolado se hace esbelto: hayas, robles, castaños, van envolviéndonos de un verdor jaspeado de dorados. Hay marcas blancas y verdes en postecillos de madera que indican que no hemos perdido la vía, como  le sucedió a la vaquera del Marqués. En lo alto, la vaguada hacia poniente conforma un macizo arbolado inmenso. 

Y tras algo de asfalto llegamos a la ermita, románico primitivo del s. XII, de una sencillez absoluta, con una torre cuadrada coronada por un cono de tablillas. Preside el altar una talla de finales del XIV, la Virgen con una flor en la mano y el Niño en su regazo. Es curioso que sea un patronato laico, presidido por un mayordomo, quien se encargue del cuidado del lugar. Por supuesto, estamos solos. La vista desde lo alto es magnífica. Y el regreso se hace por unas escaleras empinadas, que ponen a prueba nuestras rodillas y que van descendiendo hacia el pueblo, por donde suben los danzantes que le bailan a la imagen en la fiesta. En ellas hay un lugareño que se agacha para ir recogiendo bellotas y que nos saluda con amabilidad. El silencio es atronador.

















Al llegar a las primeras callejas del pueblo, uno no puede dejar de pensar en la de tobillos estropeados que habrá en el lugar, ya que el firme está formado por un empedrado de cantos redondos y brillantes. Al pasar por la puerta de la iglesia, su pórtico abocinado de sobrias ojivas nos hace detenernos y entrar. El retablo, manierista, está perfectamente encajado bajo la bóveda de crucería. Algún vecino se cruza y saluda a los forasteros. El sol se va ocultando. El Salazar baja ya medio dormido.





 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ducha, descanso, cena y bitácora. Nos hemos hecho amigos de Angélica, que atiende a las mesas con soltura y simpatía. La gente se busca la vida y va allá donde hay trabajo, aunque sea lejos de su tierra. En algún momento hay tanta gente a la que atender que se ven desbordadas ella y su compañera. Ello no le hace perder la sonrisa. La paliza ha sido buena, al menos seis kilómetros cuesta arriba, más la bajada. El sueño llegará rápido.

José Manuel Mora.

Comentarios

Lorenzo ha dicho que…
Decantato,professor José Manuel
Angelica ha dicho que…
Bello escrito, con que describen ese hermoso lugar de manera maravillosa, fue un gusto conocerles.
Angelica.