Selva de Irati

 Dos en uno

Uno de los objetivos de nuestro viaje fue, desde sus inicios, visitar un rincón casi mitológico, Irati, dados los ecos que tan sólo el nombre despertaba aún sin haberlo visto. Sin embargo, antes de emprender la aventura, decidimos darnos un respiro y quedarnos a descansar en Ochagavía. En nuestro hostalito nos ofrecen un desayuno espectacular, pa, oli amb tomaca, además de cruasán tostado para acompañar un soberbio café con leche. Pedimos luego información para mañana en la oficina de turismo, superamables. Hace un sol espléndido y nos tomamos un segundo café en la terraza de la plaza, en la que ya descansan turistas y gentes de la tierra, ya que se les oye hablar en euskera. Nos enteramos de que hay un fisioterapeuta en el pueblo, Kiko, que viene de Pamplona dos días a la semana y nos puede atender para ponernos a punto. Tras la comida y el descanso, caminamos por la carretera hasta el siguiente pueblo, Ezkaroz. En él todo parece dormir al sol dulce de la tarde. Es un pueblito cuidado, de fachadas limpias y balconadas floridas, algunas de cantos dorados y otras blanqueadas, con los marcos de las ventanas en piedra oscura, potente. Se nota que hay un buen nivel de vida. La iglesia está cerrada y sustituimos la visita por un cafetito que nos templa por dentro, como el sol de atardecida lo hace por fuera. 

Deshacemos de regreso los dos kilómetros que nos separan de nuestra residencia bordeando el río y la pesquera por la que se deslizan aguas tranquilas; descubrimos al fondo del paisaje la colina que todo lo domina, coronada por el cono de la iglesuca de la Muskilda y todavía nos queda luz para pasear por las estrechas callejas que conducen a la iglesia. Algunas de las puertas de las casas lucen una enorme flor de girasol ya seca, ( se llama eguzki lore, según me informa mi amiga Mertxe, y da buena suerte) como símbolo de algo que desconocemos. Tal vez como mero elemento decorativo. Al salir del masajista la luz descansa ya medio dormida en las aguas del Salazar.








































Y, como estamos de vacaciones, no hacemos demasiado caso al calendario. Empieza el fin de semana del puente del 9 d'Octubre seguido del Pilar. Veremos luego que eso tiene sus consecuencias. Queremos patear el segundo hayedo más grande de Europa, la Selva de Irati, que toma su nombre del río que la atraviesa y que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad en 2017. Para llegar a ella hay que ascender hasta el puerto de Tapla, por una carretera que parece de dirección única por lo estrecha. Para complicarlo más, hay una niebla densa que impide casi toda visibilidad. Al llegar a lo alto, las nubes han levantado y luce un sol brillante entre pastos donde ramonean caballos en libertad. Desde arriba se divisa el valle allá abajo y se ve todo lo que hemos ascendido. De hecho hay gente que detiene sus coches para estirar las piernas y hacer fotos. 

 
Hay que volver a descender y adentrarse en la niebla y en el principio del bosque, hasta llegar a un aparcamiento enorme, que ya va estando bastante lleno, lo que indica la cantidad de gente que ha tenido la misma idea que nosotros. La mañana está fresca pero no amenaza lluvia. Los grupos son variopintos: familias con cochecitos de bebés, o con los críos en la mochila a la espalda, gente joven de nuestra edad y de la de verdad, que miran los paneles informativos. Todos van bien equipados, pero da la impresión de que el recorrido que haremos no debe de ser demasiado complicado. De hecho el ascenso es suave, aunque continuado. Hayas y abetos, que no sé si acabo de distinguir, cierran lateralmente el sendero y sobre nuestras cabezas. El otoño no ha acabado de llegar y predominan los verdes sostenidos por troncos grises o cubiertos de musgo, algunos se elevan hasta 40 metros sobre nosotros.
 


 

 





























Algunos vamos pertrechados de los mapas que dan en la oficina de turismo, pero la juvenalia lleva descargada en su móvil la app que le permite orientarse y elegir la dirección adecuada a sus propósitos. Por debajo de nosotros se empieza a escuchar el despeñarse del agua. Hay una indicación para llegar a la Cascada del Cubo. Casi todo el mundo toma la desviación y baja con cuidado hasta el lecho del Irati, que se desmelena con suavidad entre rocas grises, pulidas por la erosión del agua, como las del río de Macondo. Hay que hacer un poco de cola para poder tomar la foto sin gente. Frente a la pretendida objetividad de la fotografía, los que manejamos las cámaras sabemos de la ocultación y la parcialidad del enfoque. Cubriendo la corriente hay algunas hojas tímidas que empiezan a dorarse. En un par de semanas esto debe de ser una locura de cromatismo.




 


























Y seguimos subiendo, con lo que cada vez hay menos gente. Los troncos forman combinaciones curiosas: algunos, erguidos, otros vencidos con las raíces nudosas y retorcidas al aire. En los laterales, paredes de rocas calcáreas, gises, moteadas por el verdín y adornos de musgo, empujadas por fuerzas telúricas que las han plegado perpendiculares al camino. Los que llevan la aplicación en el teléfono nos dicen que estamos a tan sólo dos kilómetros de la frontera francesa. Pero habrá que pensar en ir volviendo al lugar donde hemos dejado el coche.


 

 














 

En algunas zonas hay paneles explicativos relativos a la fauna del lugar, rapaces sobre todo, y otros, referidos al modo en que se aprovechó durante siglos la masa forestal que nos rodea. Algunos de los troncos, los más largos, y por eso más preciados para la construcción de barcos, resulta difícil imaginar cómo podían ser transportados hasta el mar. Otros se cortaban del mismo tamaño para mejor ser utilizados. En algún momento da la impresión de que un ejército de elfos puede aparecer descendiendo ladera abajo.


























En el aparcamiento comprobamos que el paseo selvático ha sido de ocho kilómetros. Hay que pensar en el puerto que nos espera de regreso y en la hora que se nos ha hecho. Al llegar a Ochagavía nos damos de bruces con la realidad. No hay un solo sitio donde poder comer. Se ven coches y motos aparcados por todas partes. Los ciclistas pasan en grupos apretados. Los que vienen de escapada de finde lo ocupan todo. Hay una algarabía inusitada. Felizmente, y como ya nos conocen, pedimos en el hostal que nos preparen unos buenos bocadillo y unas cervezas y los tomamos a la sombra de las plataneras que bordean el Salazar. El día es casi veraniego. Si queremos aprovechar la luz, como ya no tenemos habitación, decidimos emprender el viaje hacia Roncesvalles sin siesta ni nada. La carretera es ya de doble dirección y el coche está respondiendo a la perfección, con lo que la conducción es tranquila y segura. Al llegar al lugar donde arranca una de las rutas del Camino, el cielo se ha encapotado y sopla un aire frío. Los Pirineos están cerca. Aparcamos junto al Silo de Carlomagno, que a saber... Un espacio cubierto con arcadas junto a la iglesia de Santiago. La leyenda de la famosa batalla daría lugar luego al cantar de gesta de Roldán. 

Sin embargo hay visitas guiadas para ver su interior. Nosotros optamos por entrar en la Real Colegiata de Santa María de Roncesvalles (s. XIII), que se encuentra junto al albergue de peregrinos. Pasamos por un claustro sencillo en el que no hay ni un alma, hacia una sala capitular gótica, de estilo francés, con un mausoleo en su centro, donde descansa, con las piernas cruzadas, quien lo mandó construir, Sancho VII, el Fuerte. Parece que está todo bastante reconstruido, dado el estado de abandono en que quedó tras los incendios del s. XV. Sin embargo el lugar de la tumba tiene un aura especial, con una luz gris que entra por el portalón en ojiva y el rosetón sobre la jamba. 




 















En el interior de la Colegiata, el altar lo preside una talla de la Virgen, de madera forrada de plata, del s. XIV. La nave es airosa y resulta poco frecuente ver un baldaquino como el que cubre la imagen. Al fondo las vidrieras del ábside no dejan pasar ya demasiada luz. Fuera se suceden los peregrinos y los turistas. Nos llama la atención una señora británica, que no habla nada de español y que necesita ayuda, porque a sus 90 años creo que se le va a hacer trabajoso andar el Camino y precisa descansar en el albergue.

Mientras vamos bajando hacia Pamplona, enjambres de motos petardean hacia el lugar de donde venimos. Maru tenía razón y no merecía la pena quedarse a dormir por allá, dadas las dificultades que íbamos a encontrar y puesto que llegamos a su casa todavía con algo de luz. Ésta nos acoge para ducha y descanso. Ha sido un día bastante bien aprovechado.

José Manuel Mora.
 






Comentarios

Maripaz ha dicho que…
Me ha encantado tu relato. Tengo unas ganas infinitas de ir a recorrer ese periplo tan distinto de nuestra tierra. Gracias por ser tan cercano, tan minucioso y tan ameno y por descubrirme tantos lugares. Besos