Urbasa

 Raté le coup

La salida hoy es hacia el oeste de la capital, a 50 kms. Conduce Maru con su seguridad habitual. Pronto nos adentramos en la Sierra de Urbasa, subiendo un puerto endiablado de curvas pronunciadas, carretera estrechísima y precipicios laterales de vértigo. Menos mal que la niebla, enganchada en las copas de las hayas, vela el fondo y lo hace todo más llevadero. En el punto de información, en lo alto de la sierra, nos informan de las posibles rutas. También de que no podremos visitar el nacedero del Urederra, uno de los objetivos del viaje. Se trata de un espacio natural protegido, donde brota el río en una laguna de aguas color turquesa Hay turnos con número de personas limitado, no más de 500 visitantes a la vez, y por supuesto está todo reservado. Gente previsora, no como nosotros. Maru, siempre animosa, nos dice: Otro motivo para volver. Entre quienes esperan información, hay moteros, familias con criaturas, gente joven bien equipada, y gente joven de nuestra edad. Nos adentramos por uno de los senderos con ánimo de llegar a un mirador. El sol entra sesgado entre las ramas del hayedo, con formas caprichosas que provienen de los roquedales cubiertos de musgo, de las raíces retorcidas, de las formas de las copas de los árboles, algunos auténticos candelabros. Los rayos se filtran temblorosos hasta las hojas pardas, ya muertas, que tapizan el suelo.

























La pendiente va ascendiendo con regularidad. Preguntamos a los madrugadores que ya van de bajada y nos dicen que, a pesar de todo lo que hemos caminado, la cosa no ha hecho más que empezar, por lo que decidimos regresar hacia el aparcamiento. La mañana resulta radiante incluso bajo la arboleda. No quiero imaginar las tonalidades que irán apareciendo en un par de semanas. Ya es hermoso así.


Seguimos el viaje y en la planicie, conforme van desapareciendo las hayas, se inicia una zona de pastos inmensa, de horizonte casi infinito, con ganado en libertad, potrillos y asnos, que se dejan fotografiar mansamente, atentos tan sólo a lo suyo.


 











En el plano que nos han proporcionado viene señalado el Balcón de Pilatos, un muro cárstico de tonos grises, de gran altura, que corta el horizonte hacia el norte. El nombre viene dado proque desde él se abre un mirador de caída vertical, que da a la profundidad de un valle que se muestra con una gama de verdes imposible de cuantificar. Los pueblitos quedan escondidos allá abajo. No hay nadie y el viento sopla a nuestro alrededor como único acompañante en la visita a lo que nos parece un museo al aire libre con obras de Mario Mertz y su arte povera. No sabemos si son fruto de la casualidad o están colocadas así por algún motivo que desconocemos.


 

 

 

 

 

 

 















 

 

 

 

 

Bajamos por la vertiente sur de la sierra. Desde abajo, los farallones de piedra aparecen todavía más imponentes. Se nos hacen las cuatro para llegar a comer unos jarretes de cordero al chilindrón que ha dejado preparados Maru. ¡Qué mano tiene esta chica! Lo regamos con un vino estupendo, lo que nos lleva a una siesta importante. Se trata de estar preparados para ir al cine sin dormirnos. Es tan dura la vida del turista... Han estrenado Madres paralelas, la última de Almodóvar y la crítica habla muy bien de Penélope. El cine está al completo. Hacía tiempo que no volvía a una sala llena. La peli, algo oportunista en tanto que se sube al carro de la memoria histórica, es cierto que nunca suficientemente reivindicada, posee varias bazas y el último plano de Pe es conmovedor, junto con la fosa llena de personas, de seres humanos. Vuelta a casa, compota de manzana y repaso de fotos. Mañana volvemos a madrugar.

José Manuel Mora.

 

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