Bilbao, despedida y cierre

 Fin de viaje

El desayuno es ya de despedida. Viene Bego, y Marijose promete visitarnos. Últimas bromas y abrazos finales. La autopista hasta Sondica está despejada y llevo el sol a la espalda. Conduzco relajado. Una vez devuelto el coche, nos vamos en el bus del aeropuerto hasta Bilbao. Va hasta los topes y, lo que es un trayecto de un cuarto de hora, se convierte en sesenta minutos, atrapados en un atasco por culpa de un accidente. Bajamos en Rekalde, la parada más cercana al Hotel Hesperia, donde ya hemos reservado. Una vez instalados, salimos en busca de la oficina de información, en una zona muy señorial de la ciudad, atravesando el curso del agua por una pasarela cercana de Calatrava. No recordaba más que la zona de la ría,muy distinta, de mi anterior visita en el 98, tras la inauguración del Guggenheim. Pasamos ante el Ayuntamiento, donde se suelen manifestar los jubilados en defensa de sus pensiones. La escultura de Oteiza  al frente, colocada en 2002, resulta impactante. Las calles peatonales que van hacia el centro están ocupadas por terrazas abarrotadas de gente. El covid parece una pesadilla lejana. Ahora, en plena sexta ola de la ómicron, sabemos que no era más que un paréntesis. Como se ha hecho la hora de comer, entramos en un italiano: ensalada magnífica, pizza tartufo y sorbete, 17€ cada uno. El menú aquí es más caro que en Alicante. Volvemos a descansar al hotel. 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nos enteramos de que de las seis a las ocho de la tarde el Museo de Bellas Artes es de entrada gratuita, así que vamos paseando por el borde de la ría, adornada de árboles rojos en esta época del año, los que no pudimos ver en Irati, hasta llegar a la zona de Deusto. La impronta de los jesuitas se deja sentir en los edificios que conforman la Universidad. El atardecer es de una luminosidad apacible, con un aire transparente. Qué lejos queda toda la antigua suciedad portuaria del Nervión. La actuación en torno al Guggenheim transformó la fisonomía, no sólo de esa zona, sino de toda la ciudad, que ha hermoseado mucho.


















El edifico antiguo del Museo, palacete decimonónico, ha sido remozado y ampliado en 2001, lo que permite incluir más obras expuestas e incluso exposiciones temporales. Nos enteramos de que la colección permanente la ha reorganizado en escritor ondarrés, Kirmel Uribe. Lo ha hecho por orden alfabético-temático y parece toda renovada, nueva a nuestros ojos, que no la recordaban tan rica y variada. Los goya, bacon, riberas, zurbaranes y van dycks conviven de manera armoniosa con mucha pintura "vasca", y con algunas piezas de escultura, con oteizas  y machos y chillidas, como es natural. Entre la primera y la segunda planta, en el centro de la escalera, aparecen dos colgados de Juan Muñoz, inquietantes siempre. Nos echan a las ocho en punto.





























 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

Sé que me he excedido con las fotos, pero lo he hecho para participar del disfrute con quienes curioseen por estas páginas y para animar a visitar este magnífico museo, no tan famoso como el de Frank Ghery, pero un auténtico tesoro custodiado y cuidado por la buerguesía culta de esta capital, un tiempo industrial.  Fuera, ya de noche, admiramos una de las colosales esculturas colgantes de Chillida,  "Lugar de Encuentros, IV", de 16 toneladas de hormigón armado, donada por el autor en 1982, cuyo volumen y peso contrastan con la sensación de levedad que le proporciona el estar suspendida; y un poco más abajo, como paseantes sin rostro, unas meninas de Manolo Valdés soportan el relente nocturno con elgancia oscura, convertidas en iconos pop. 




 

 

 

 

 

 

 

Y queremos dejar ubicada para mañana la Alhóndiga, aunque una visita rápida y nocturna puede tener su gracia. Nos enteramos de que el antiguo almacén de vinos finisecular (1909), que ocupa una manzana completa, sufrió un incendio (1919). Encargaron a Oteiza su restauración y el proyecto fue tan novedoso y formalmente tan rompedor, que acabó frustrado. En 2013 se rehabilitó de la mano de Philippe Stark y se inauguró; dejó sólo la fachada exterior, de época. Ahora sus tres cubos de ladrillo visto en su interior, sostenidos por 43 columnas todas diferentes, albergan un centro de ocio y cultura. En homenaje a quien fue un muy querido alcalde bilbaino, se denomina Azkuna Zentroa. Salas de cine, auditorio, biblioteca, de la que me ocuparé en otro post porque lo merece, gimnasio, sala de exposiciones, piscina, tiendas, restaurantes y aparcamiento conforman un centro neurálgico de la ciudad, muy utilizado por sus habitantes, al parecer. Picamos algo y volvemos al hotel. Mañana será nuestra despedida y debemos estar descansados.

 La ría

Tras el desayuno en un bareto al cruzar la ría, buscamos el metro, cuyas entradas dejó Norman Foster como otra de las señas de identidad de la ciudad renovada. El plano del metro nos indica que hay dos líneas. Tomamos la de la margen derecha, que nos lleva a Getxo, donde desemboca el Nervión. 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El día ha amanecido dulce y gris. Al ser domingo la playa está llena de gente que compite o da una vuelta mañanera. La marea está baja y deja al descubierto unas formaciones que recuerdan a los flysch  que vimos, pero con tintes verdosos que ha dejado olvidados el mar. El paseo está bordeado de casas señoriales de la década de 1910, levantadas para mostrar el poderío de la que era una de las burguesías más potentes de la península. Un tal Smith, bilbaino a pesar de su apellido, debió de hacerse de oro diseñando y levantando casonas de raigambre historicista en la línea "neo", que era lo que se llevaba en la época. Muchas de ellas contrastan con otras más sencillas pero igualmente vistosas, como la que sustenta el pequeño faro.




























Caminamos hasta el espigón, que es donde arranca el barrio de Neguri, nombre que imprime carácter a quienes de allí proceden. Las construcciones se suceden retándose unas a otras en poderío y elegancia. Los coches que se introducen en los garajes son acordes con los lugares donde quedan aparcados, como la manera de vestir de los paseantes. Vamos hacia el Puente Colgante que, como decía la canción infantil, es el "más elegante de España, leré", con sus 60 mts de altura y 160 de longitud. En su momento, 1893, ejemplo de ingeniería industrial, debió de ser el asombro de los bilbaínos, puesto que permitía trasbordar vehículos y pasajeros en su barquilla colgante, sujeta por cables de acero a las dos torres de sus extremos y que unía el barrio de las Arenas, con el de Portugalete, al otro lado de la ría. Fue el primero de este tipo construido en el mundo. Se derribó la traviesa superior durante la guerra y en 1941 se restauró y mejoró, con ascensores que permiten subir a lo alto y pasar de un lado al otro, para quienes no sufran de vértigo.

Ya en el otro lado se ha hecho la hora de comer y, despreocupados como somos, no hemos reservado en ningún sitio. El "Náutico" se pone en nuestro camino y nos ofrece un menú degustación por 40 módicos euros por persona y probamos suerte. Será un buen punto final a este viaje de segundo verano pandémico que hemos podido disfrutar a pesar de todo, gracias a nuestras amigas y a que todavía nos quedan arrestos para caminar y admirar tanta belleza. Nos colocan frente a la cristalera que da sobre la desembocadura del río Ibaizábal y allí, mientras esperamos la comida, observamos el discurrir de sus aguas en animada conversación. El comedor se va llenando de familias enteras que comen, gritan y se divierten como si todo hubiera pasado ya. No hay pasaportes covid todavía, pero se nota que la gente va estando vacunada y eso nos da a todos cierta tranquilidad. El menú de diario, por 19€ es muy recomendable. Aviso a navegantes.

Volvemos hacia Santurzi. Esta parte de la ría es más pobre y se nota. Con todo encontramos un palacete convertido en hotelazo donde descabezo una corta siesta. Las calles trepan en este lado por la colina y son empinadas, pero dejan perspectivas espléndidas. Hay jardines cuidados y una vieja estación decimonónica restaurada, que da una nota de color a la grisalla de la tarde. Hay poca gente a esta hora y el paseo es tranquilo.



 












Aún nos queda tiempo y luz para gozar de un último paseo por la Gran Vía, hacia la parte vieja de la ciudad. El teatro Arriaga es otra muestra más del poderío de una clase social, cercana a Francia y a Gran Bretaña. Esta vez no tenemos suerte y no hay nada que nos permita entrar, más habiendo empezado ya la representación. Al otro lado de la ría quedan los restos de la antigua estación de ferrocarril Santander-Bilbao y casas con miradores acristalados, que seguro han sido remozados. Callejear por el casco viejo, casi sin luz, puede hacer que uno se pierda entre ese dédalo de callejas estrechas y oscuras, que de repente se abren a una plazuela donde está la catedral, mezcla de neogótico en su fachada y gótico auténtico y luminoso en su interior, lleno de gente de misa vespertina. 





 








 

Siguiendo una recomendación como las que a veces dejo aquí, buscamos el Mercado de la Ribera, para que nuestros amigos Celia y Pepe, adelantados ellos, no nos pongan falta. Se trata del mercado cubierto más grande de Europa y ahora rehabilitado como lugar donde potear y tomar buenos pintxos, expuestos en mostradores como no hemos visto hasta ahora. Con la comilona del mediodía sólo probamos un par de ellos. ¡Lástima! Y al hotel, que mañana hay vuelo.



 

 

 

 

 

 

 

 Despedida

Subimos por la calle Ercilla hacia la Alhóndiga de nuevo. Queremos verla con luz. Y la diferencia es notable. El arquitecto, el francés Stark, con obra en medio mundo, quiso que las columnas que sustentan los cubos interiores estuvieran decoradas por artesanos de la zona. Son de formas, colores, materiales e inspiración diversos. Nos apetece fotografiarlas todas. Sobre nuestras cabezas brillan las luces que traspasan el suelo de la piscina superior. 


 

 

 

 

 

 

 

 

 




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde allí vamos hacia poniente, buscando el nuevo Palacio de Congresos y de la Música, más conocido como  Palacio Euskalduna (1999), con un auditorio de más de dos mil localidades, que no veremos porque se está realizando un acto en su interior. El edificio quiere rememorar los antiguos astilleros y está construido con dos caras bien distintas, una de piedra gris y la otra de madera oscura y cristal. Escuchar aquí un concierto debe de ser imponente. Frente a él descubrimos una pasarela curva y airosa que vuela sobre la ría y da paso a peatones y coches. 


 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

La caminata mañanera. con sol espléndido, nos devuelve al Guggenheim, a la araña de Louise Bourgeois, al lugar de brillos metálicos donde todo el mundo se fotografía. Nosotros también. Esta vez no hay tiempo de visitar la exposición temporal de una pintora para mí desconocida, Alice Neel, que nos hubiera gustado descubrir. El final del viaje no puede ser más de tarjeta postal. Hay que caer en el tópico. Habrá que volver, como dicen Maru, Karmentxu, Begoña, Marijose y Bego de Zarautz. Gracias a ellas todo ha sido más fácil y hermoso. Hasta la próxima, si la sexta ola nos lo permite.




 

 

 

 

 

 

José Manuel Mora.

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