Zarautz

 Los flysh

El desayuno con Marijose, espectacular. Nos ponemos en sus manos. Y nos dirigimos hacia el mar, por el recorrido de anoche, pero con un sol espléndido. El restaurante de Arguiñano luce ahora en su sede del palacio Ayala, edificio de carácter neorenacentista (1916) con aires de solera. La playa, de enorme longitud, está casi vacía, hay cuatro olas tímidas y algún surfista despistado. El paseo marítimo, inicialmente sin transeuntes, se va llenando de sillitas de ruedas conforme llega el mediodía y los cuidadores sacan a pasear a quienes no pueden hacerlo por sí mismos. Ciudad balneario, se puso de moda cuando Isabel II vino a veranear aquí, lo que hizo que se multiplicaran los palacetes de nobleza y alta burguesía. Con el coche subimos a un cerro en el que hay establecido un camping desde el que se divisa una panorámica de toda la bahía. Al fondo se siluetea una penínsulita arbolada en forma de ballena o de ratón. Es la que cierra el puerto de Guetaria, adonde iremos por la tarde. Bajo nuestros pies, metiéndose en el Cantábrico, quedan los restos de un lugar en el que se desembarcaba mineral y que hoy no son más que restos industriales con cierto aire de ruina ajada.





















 

Cuando llegamos al mercado, Bego se nos une. No es muy grande y los puestos son escasos, pero el material es de calidad, con mucho producto de la tierra, de cercanía, que tan de moda está ahora. Aquellos son siempre un buen termómetro de la vida de una ciudad. A pesar de ser viernes está tranquilo. A la salida nos tomamos una cerveza con chipirones y Bego se despide hasta dentro de un rato. Damos luego de bruces con un par de edificios con prestancia: la Torre Luzea, fortaleza defensiva del s. XV, utilizada como puesto de vigía, en perfecto estado de conservación y el Ayuntamiento, sobriamente barroco, de armónicas simetrías.



  









 

Cinco kilómetros más al poniente se encuentra Zumaya, donde no sabemos lo que nos espera cuando escuchamos por primera vez la palabra "flysh". La carretera bordea la costa y hay un paseo peatonal junto al mar para quienes quieran caminar hasta el pueblo vecino. Con el sol brillando, está muy concurrido. Al llegar nos enteramos de que nos encontramos en un parque geológico. En un panel se explica que los flysh son estratos rocosos que se formaron en el fondo marino y que emergieron en uno de los plegamientos pirenaicos de la corteza terrestre hasta quedar a la intemperie, como las páginas de un libro de infinitos matices de gris en el que se pueden leer las eras geológicas. Al no esperarlo, nos quedamos boquiabiertos. Los verticales alcanzan una altura considerable, pero los horizontales, que se adentran en el mar, semejan un fondo de decorado teatral en el que los grises han sido dispuestos sabiamente en forma de sierra.



 












Buscamos dónde comer y nos llevan al "Ardanzabide". Lo conocen y saben lo que pedir: croquetas exquisitas de bacalao, pastel de pescado y un rodaballo al horno imponente, regado todo con un Rueda bien frío. De postre, leche frita. torrijas, tarta de queso y coulís. Parece un tópico, pero es cierto que resulta imposible no exclamar: ¡cómo cocinan! La conversación fluye y nos divertimos con anécdotas e historias. Al final nos abrazan, encantadas, aunque somos nosotros los agradecidos por su compañía y los descubrimientos que nos están brindado.

 

Bego nos sube con su coche a la ermita de S. Telmo, donde se rodaron algunas escenas de 7 apellidos vascos, lo que la ha convertido en un lugar de peregrinaje cinéfilo. La costa se ve hacia poniente abrupta, sinuosa, interminable. Allá abajo, a nuestros pies, una playa recoleta entre flysh sirve de abrigo a unos cuantos surfistas. Da vértigo asomarse al vacío. Paseamos luego, para mejor hacer la digestión, el espigón que separa el mar de la desembocadura del río Urola hasta llegar al pequeño faro. La hora, nubolosa, ha quedado de una placidez absoluta, dulce y gris. 





 









Y, como aún queda tarde y la luz no se ha ido del todo, nos vamos hacia Getaria, nuevo puerto marinero, con sus barcos abarloados, restallantes de color. Desde allí se puede subir al casco antiguo por unas escaleras. Al llegar, nos sorprende que bajo la iglesia de S. Salvador (ss. XIV-XVIII) con sus ventanales góticos y su alto campanario, hay un paso con arco a modo de pasaje. A la puerta hay un coche fúnebre, cargado con coronas de flores blancas, que señalan la juventud de la fallecida. En el interior, con un presbiterio elevado, y diferentes alturas, no cabe un alfiler. Hacía tiempo, desde Polonia tal vez, que no veía un templo tan repelto. La gente canta en euskera respondiendo al sacerdote. Suena como una engrasada masa coral, entonada y compacta, emocionante. Por respeto no hago fotos.




 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La calle que sube es la del "poteo" y en lo alto hay una especie de mirador sobre una playa con forma de herradura. Tiene ahora una luz tenue, como si el paisaje se cubriera con una gasa que suaviza los contornos. No hace frío y apetece seguir paseando. Todo se va apagando mientras se encienden las farolas. 


Con el coche bordeamos la costa de regreso a Zarautz. Y, ya en casa de Marijose, es tiempo de bitácora, mientras ella prepara una deliciosa tortilla de champiñones japoneses que regamos con una botella de txakolí. Con lo que hemos comido, no sé cómo podemos con ello. Sigue la charla, como si mañana no hubiera que madrugar. Habrá que seguir ruta. El viaje va tocando a su fin.

José Manuel Mora.

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