Belfast, de Kenneth Branagh

 Infancia rota

Suelo hablar de mis motivaciones a la hora de elegir un libro, una serie, una película. En este caso la fuerza y la belleza de las imágenes en blanco y negro del tráiler, y una canción, "Everlasting love", han sido las que me ha hecho decidirme. La sala estaba llena de gente joven de mi edad. Y por supuesto, la firma de su director, quien no siempre ha acertado en sus propuestas, pero con el que he disfrutado viendo sus versiones shakespeareanas. Kenneth Branagh ha escrito y dirigido Belfast, nombre con tantos ecos dramáticos en mi memoria, de los tiempos en que ocupaba las portadas de diarios y televisiones con sus terroríficos atentados y confrontaciones entre católicos y protestantes del norte de Irlanda, bajo la autoridad de Gran Bretaña todavía ahora, y más pacificado el territorio tras los famosos acuerdos del Viernes Santo (1998).

 
Irlanda, 1969. Panorámica actual de la capital de Irlanda del Norte en colores saturados y por encima de una tapia, el blanco y negro del recuerdo. La imagen del protagonista en el cartel anunciador ya nos pone en la pista de la perspectiva adoptada por el creador: la de un niño, Buddy, como un nuevo San Jorge, a quien todos conocen en el pequeño mundo de la calle donde vive y cuya tranquilidad se ve rota por el enfrentamiento entre católicos y protestantes, por la presencia del ejército, por los controles en las barricadas. No es esa la temática principal de la cinta, no es en ese sentido una película política, sino la atribulada historia de un chaval que se ve arrebatado por un conflicto que no entiende, susurrado por sus padres cuando creen que no son escuchados, entre la cotidianeidad de la escuela y los juegos, y la angustia creciente producida por los cambios que parecen inevitables. Y en medio del caos, la presencia salvífica de la compañera de escuela, de los abuelos enamorados y cariñosos con el niño, de los padres protectores, todo aquello que hace que la mirada del crío no sea algo angustioso, sino que siempre esté lleno de esperanza, a pesar del miedo a lo desconocido que se avecina. A lo que también ayuda el cine como algo mítico, homenaje del director, como la reciente  È stata la mano di Dio, a títulos que lo marcaron, como Solo ante el peligro, reencarnación del padre, El hombre que mató a Liberty Valance o Chitty Chitty Bang Bang, que le permite volar con la imaginación. Todo se muestra desde los ojos del rapaz quien, cuando no entiende, intuye.
 
 
Caitriona Balfe, que me tiene enamorado desde su presencia en Outlander, es aquí la madre valerosa y preocupada, y Jamie Dornan, a quien no conocía (no he visto las famosas "sombras de Grey"), el padre ausente y protector. Los abuelos, interpretados por dos gigantes de la interpretación como Judi Dench y Ciarán Hinds, resultan conmovedores, él por los consejos que da, ella por su sabiduría vital y su nostalgia a través de la referencia a Shangri-La; y el que resulta un prodigio de naturalidad es el joven Jude Hill, con ojos en perpetuo asombro y una sonrisa pícara. El otro gran personaje de la peli es la voz de Van Morrison, con toda una serie de canciones que ilustran y acompañan las escenas más señaladas. En definitiva, un canto a la memoria y a la infancia, en la línea de Amarcord, o la más cercana, Roma. Quienes esperen un análisis del conflicto político quedarán defraudados. No iban por ahí las intenciones del director, que ofrece algo más sencillo y personal, a través de una fotografía de Haris Zambarloukos, en un brillante y poderoso B/N. No sé si es esencial para la supervivencia, pero gracias a la ensoñación de los recuerdos infantiles del alter ego de Branagh hemos pasado un rato bien agradable y musicalmente emotivo.

José Manuel Mora.
 

 


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