Los galgos, los galgos; de Sara Gallardo

 ¿Una gauchada?

Hacía tiempo que no había sido empujado a leer un libro con tanto entusiasmo por parte de los incitadores. La invitación corrió de parte de mis libreras de 80 Mundos, Carmen y Sara. Y de nuevo es la obra de una escritora, de la que no había escuchado hablar con anterioridad. El ejemplar, de tapa dura, es de una belleza granítica, todo blanco, con la imagen de la autora en el centro. Gallardo, Sara. Los galgos, los galgos. Madrid: Malas Tierras, del grupo Penguin Random House, 2021, 497 págs. Su publicación original tuvo lugar en el lejano 1968. Llego pues con algo de retraso.

Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931 – Buenos Aires, 1988), de familia bonaerense de mucho pedigrí, abolengo y privilegio, podría pertenecer por fechas de publicación a la generación de su compatriota Julio Cortázar (Rayuela, 1963), o a la de García Márquez (Cien años de soledad,1967), o la de Vargas LLosa (La casa verde, 1966); sin embargo no ha entrado a formar parte del canon en torno al  famosísimo bum de las literaturas latinoamericanas de los años setenta, que tuvo su origen en editoriales catalanas, todo sea dicho. A pesar de este ninguneo, posiblemente de origen antifeminista, o incluso por odio de clase, Gallardo escribió Enero (1958), sobre un tema tabú en su época, el aborto; Pantalones azules (1963),  Eisejuaz (1971) y La rosa del viento (1979), escrito en España, todas ellas publicadas en Malas Tierras. Además de novelista, ejerció como periodista en el prestigioso La Nación. Tuvo que esperar, como tantas veces sucede, a estar muerta para ser considerada una escritora "de culto" que se traduce y reedita. 
 
 
Y, antes de seguir, he de confesar que estoy más interesado por la lucha de poder en el seno del PP, con las letales consecuencias que se pueden derivar por el lobo que se afila los colmillos entre bastidores, que por el final de la trama de la novela de la escritora argentina que estoy concluyendo. La historia se divide en cuatro partes y, como en Rayuela, se podría decir que también la trama se desarrolla del "lado de acá" (la finca de Las Zanjas), y del "lado de allá", (París). El punto de vista es siempre el del narrador, Julián, una suerte de gaucho moderno y burgués, "estudiante mediocre, abogado indiferente" (pág. 470), que "nunca había sabido hacer nada salvo no hacer nada "(pág. 108), que hereda una propiedad en medio de la pampa, que intenta ir habitando con galgos, vacas y corderos, aunque nunca sea él el encargado de mantener la heredad a flote. Bastante tiene con su amor apasionado por Lisa, una pintora libérrima con la que no hace más que amarse y discutir, sin saber que "el mal que avienta los amores no es un mal que ronde desde fuera: anida dentro de uno" (pág. 28), sobre todo si uno está habitado por "el perfume de mi infancia [...] Me bañaba la melancolía" (pág. 14). Luego volveré sobre esa última palabra. Y los galgos del título, claro. "Corsario [...] un galgo gris, musculoso y serio" (pág. 23) y la Chispa, brillante como su nombre, y Flecha, que debió llamarse Sombra. 

 
La melancolía antes citada viene asociada a una decadencia ambiental, no sé si relacionada con la eterna permanencia en el poder del Perón de la época, que afecta a objetos y personas: "Dos sirvientes envolvían la araña, que exhalaba débiles tintineos de protesta, y amortajaban también los sillones" (pág. 30). Y el clima tampoco ayuda: "A lo lejos el calor volvía el aire grueso como un vidrio de cuarto de baño" (pág. 65), o bien: "En el aire frío el aliento forma fantasmas" (pág. 149). Todo parece confabularse para que el agobio sea constante, en "un mundo de palabras no pronunciadas que flota entre nosotros" (pág. 136). Y el desconsuelo se instala en el ánimo del protagonista llenándolo de constante insatisfacción, sabedor de las pérdidas irreparables que la vida nos pone en el camino. Todo levantado  sobre un edificio verbal inmenso. La autora parece recrearse a veces en la terminología gauchesca, al tiempo que maneja galicismos constantes en la etapa de París, y anglicismos que van inundando el habla porteña entre las gentes con un nivel social determinado. Todo bañado por la ironía, "ejercicio cotidiano en el que el gaucho se realiza" (pág. 305): "Lo que aquí se llaman laureles inmarcesibles, sea lo que fuere" (pág. 106). O bien, autodescribiéndose: "Aspiró siempre a la paz como al supremo bien. Así le fue" (pág. 165). Julián, un ser lleno de contradicciones, es la indolencia personificada: "No tengo nada que hacer. Miro por la ventana con escalofríos de cansancio" (pág. 151). Es incapaz de relacionarse con los de su clase, por considerarlos putrefactos de forma y fondo y, al tiempo, hacerse amigo de Flores, el paisano que cuida de la hacienda: "Quizá la fealdad sólo sea para él un nido dulce y hediondo en que arrebujar su alma" (pág. 154), en un territorio donde "el campo es todo igual hasta el horizonte" (pág. 153). Buena y escueta definición de la pampa; o donde "el cielo, bandera de seda" (pág. 299) se extiende y cubre todo de luces y sombras al atardecer.
 
Frente a ese lugar que parece abandonado de la mano de Dios, en oposición a la capital bonaerense, llega el instalarse en París, donde "las almas pueden retraerse en paz" (pág. 213) y donde encontrará la amistad de un mexicano borracho, Juan Ramos, y la de un niño de nueve años, Daniel, con quien es capaz de compartir secretos. Y las mujeres siempre: "Tamara la caníbal y Elena la oscurantista, compresas ñoñas sobre el corazón deshecho" (pág. 270), convencido a pesar de la ñoñez de que "tal vez existimos sólo cuando el amor nos mira" (pág. 291). La desolación no lo deja vivir. ¿El spleen baudeleriano?  En el fondo late una única razón, el desamor: "¿Por qué me fui, por qué no vuelvo, por qué nos separamos?" (pág. 320). Y Julie, con la que parece por un momento capaz de compartir alguna inquietud, a pesar de que se siga preguntando: "¿Cuántas cosas hice en Europa? [...] Morirme de nostalgia [...] rodar buscando un olor, un color, una luz" (pág. 369).  Y aún en la cuarta parte, sobre una elipsis brutal, la aparición del colibrí, Adelina, quien tampoco logrará que sea feliz. De hecho Julián considera que "la melancolía es la hermana gemela de la locura" (pág. 391) y en efecto llega a bordear la insania. Con todo, lo más sorprendente del libro para mí es la riqueza verbal, la abundancia variadísima de imágenes portentosas: como la del bayo que "en el fondo de los ojos tenía jardines como los que enturbian el fondo de las esmeraldas, pero negros" (pág. 400); o en descripciones sucintas y brillantes, de gran plasticidad: "El sol baja, se hunde, se despide en un mar de menta violeta" (pág. 403); "un aire gris envuelve el domingo en silencio" (pág. 465). En definitiva, el libro encierra una historia de amor imposible en la que el protagonista es consciente de su culpa: "Nunca nos perdonaremos no habernos sabido querernos mejor" (pág. 455). Y de fondo un retrato de la sociedad de la época a veces inmisericorde por exacto. 
 
José Manuel Mora.
 




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