Shakespeare Palace, de Ida Vitale

 El D. F. para exiliados

                                                                    A dos mexicanas de pro: Reyna y Blanca

Cuando yo estudiaba Literatura en Salamaca, allá por los años 70, los nombres de escritoras eran escasos en los libros de texto: Teresa de Jesús, Sor Juana, Zayas, Rosalía y la Pardo. Poco más hasta llegar al XX, cuando la cosa se animaba algo: Chacel, Laforet, Martín Gaite, Fuertes... Y a estas últimas no se las incluía en los manuales por ser demasiado "contemporáneas". Hubo que esperar a la muerte de "el que te dije", para que las mujeres empezaran a contar en las mesas de novedades, en los premios, en los periódicos... Y así sucede que este blog, sin proponérselo, cediendo a intuiciones o recomendaciones, va haciendo sitio cada vez con más frecuencia a reseñas de literatura femenina, no necesariamente feminista. Le toca el turno a alguien galardonada con el Premio Cervantes en el año 2018. VITALE, IDA. Shakespeare Palace, Mosaicos de mi vida en México (1974-1984). Barcelona: Lumen, Penguin Random House, 2019; 231 págs. No recuerdo ya lo que me hizo llegar a este libro. Tampoco son tantos los títulos de la ya abultada etiqueta de "libros recomendados" que se encuadren en el rubro "memorias y biografías", aunque los hay. Y sin embargo...

 

Aquí está una montevideana (1923) que estudió Humanidades y fue profesora de Literatura en su país, hasta los años setenta. Tuvo que exiliarse por causas políticas a México, entre 1974 y 1984, acompañada de su marido Enrique Fierro, profesor y poeta. Cuando la situación lo permitió, volvieron a Uruguay, antes de establecerse en Austin (Texas). En 2018 se ha vuelto a instalar en Montevideo, donde recibió el Cervantes. Su trabajo literario comenzó como poetisa, La luz de la memoria (1947), adscrita a la Generación del 45. He de reconocer que no he leído sus poemas, que aparecen recogidos en Poesía reunida (2017). Éste que hoy comento es su único libro de carácter memorialístico y lo escribe cuando Enrique, su marido, ya no está a su lado. Hay por lo tanto mucho de recuperación de un tiempo vivido en común, valiosísimo para ella, "narraba una historia de dos" (pág.231). Concluye de manera sentidamente expresiva diciendo que "aquellos fulgores de lo vivido , prolongan un momento efímero, como todo lo humano y a la vez duradero, aunque ya sólo en mí" (pág.231). En el inicio del libro proclama sus motivaciones: "El intento de que no muera el tiempo ya pasado [...] que la gratitud y los afectos no sean inexorables cenizas" (pág. 12). Libro pues de remembranza y agradecimientos.

 

El hecho de que se centre en su estancia mexicana, hacía que el libro me fuera interesante. Guardo con ese país un sentimiento de afecto hondo, desde que lo recorrí con mi amiga Soco, desde la capital hasta el Yucatán, allá por el año 87, otra era, pienso ahora. Pude reencontrarme entonces con mis dos compañeras de lectorado bordelés, Reyna Malváez Swain, y quien vino a sustituirla al curso siguiente, Blanca A. Gómez Vega. Ambas fueron enormemente acogedoras y nos mostraron el D. F más cercano a sus sensibilidades. Pudimos así sentirnos algo menos turistas, menos gachupines, menos gringos. Esta experiencia no tiene nada que ver con la de la escritora, que se sabe transterrada por un tiempo indefinido, "se está más preparado para una operación quirúrgica que para el exilio" (pág. 73), a la manera que yo lo estuve en Burdeos sólo dos años y con posibilidad de regresar a mi país. Había que buscar alojamiento, conocer rutas de "camiones", los buses de allí. Y empezar a tener relaciones con colegas y nuevos contactos, ya que es "el que llega, casi anónimo en un mundo nuevo" (pág. 45), a una ciudad inmensa, con el eje de Insurgentes de 30 Kms de longitud, que debía resultarle inabarcable a la montevideana recién llegada, por lo que necesitó proveerse de un cochecito, un VW al que bautizó como "Bala de Plata".
 
 

Había que buscar acomodo, lo que tras varios intentos acabó sucediendo en el Shakespeare Palace del título. Y luego, algún modo de supervivencia, que en su caso se concretó en traducciones y colaboraciones en revistas culturales, lo que le abrió la posibilidad de conocer a grandes de las letras: O. Paz, J. Rulfo, J. Cortázar de paso por la ciudad, los Mutis, el exiliado hispano J. Bergamín, que le proporcionó sobremesas con Guerra de España, y que sabía "de pérdidas insustituibles, de adaptaciones, de nuevos amigos" (pág. 103), y tantos otros que desconozco. Y se suceden los descubrimientos: los ruidos imposibles, las comidas y los sabores nuevos, los sonidos inexistentes en el español rioplatense. "Atesoraba como piedras preciosas las sílabas que sostenían aquel aire vibrátil" (pág. 67), [todas aquellas que incluyen el grupo impronunciable para mí, "tl"]. O los términos mexicanísimos, como "la güerita", o "señito", con que la llamaban. Y la añoranza del mar, que tan bien conozco; aunque no lo viera a diario en Montevideo, lo sentía próximo: "allí estaba, a mi alcance, esperando con la mansedumbre de lo que nos pertenece" (pág. 82). Las anécdotas se multiplican, contadas con sencillez y expresadas en un castellano terso, sin demasiado adorno: "Un sábado sí, un sábado no, en una rutina inalterada, nos regalaban la placidez de un viaje por un río surgido de la aridez de lo diario, donde la hora de las historias solía dar paso a al comentario de los libros que siempre tenían entre manos" (pág. 103). Y el intento imposible de aprehender el tiempo: "Los recuerdos, como las ondas que la piedra al caer causa en el agua, eso tienen, que el último se esfuma y ya no hay huellas" (pág. 178). Con este libro, Ida Vitale consigue que esas estelas en el agua permanezcan para los lectores, como me sucede a mí con mis cuadernos de bitácora. Repasar ahora el que escribí durante mi viaje azteca me ha traído de vuelta a mi eterna compañera de viajes, que ya no está, Soco Pérez, y a mis compañeras de Bordeaux III, Blanquita, "Güeris", divertida y animosa, y la dulce Reyna, y a la argentina Beatriz Chenot, tan importante en mi formación social y humana. A todas ellas mi agradecimiento perenne y mi deseo, cada vez más irrealizable de poder volver a encontrarlas.

José Manuel Mora.

 

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