Las ilusiones perdidas, de Xavier Giannoli

 La prensa canallesca

Esta vez el reclamo para ir al cine ha sido el nombre de Balzac, ya citado en estas páginas con anterioridad. Siempre he recomendado leer primero los libros y ver después la versión cinematográfica, para no estar condicionados por la visión del director y poder imaginar más libremente lo que el escritor trasmitió. En este caso el original, Illusions perdues, es un mamotreto de cerca de 800 páginas, publicado en su día en tres partes, entre 1837 y 1843, que se integra en la opera magna del escritor, La Comedia Humana, y que retrata con precisión la sociedad de la época de la Restauración borbónica, con el ascenso imparable de la burguesía y una nobleza que se resiste a perder sus privilegios. En esa lucha hay un actor nuevo y cada vez más influyente: la prensa, dominada por los intereses de quienes la financian, con un papel cada vez más importante de la publicidad, y que cuentan las cosas atendiendo exclusivamente a lograr mayor poder para los que parecen dispuestos a cualquier cosa. Y todos dominados por un único objetivo, el dinero, lo que impide cualquier crítica objetiva de libro o espectáculo. Muy divertida la boutade del director presentando a un editor que no sabe leer, el impagable Depardieu, pero que sabe que una buena crítica es mejor que un mal libro. Al no conocer el original, no sé si el para mí desconocido director y guionista, Xavier Giannoli, se toma o no demasiadas libertades, ayudado de su coguionista Jacques Fieschi. Lo que está claro es que las casi dos horas y media de duración se pasan en un suspiro, lo que indica el acierto del creador de la cinta.

 
En medio de todo ese maremágnum, la figura de un muchacho provinciano, trabajador de imprenta, Lucien de Rubempré (un Benjamin Voisin, a quien vi ya acertadísimo en Verano del 85, y que no llega a caer en la caricatura y está perfecto), que llega a París en compañía de su amante, con un prurito de poeta y que ansía triunfar. La historia viene narrada por una sabia y reflexiva voz en off que anticipa incluso lo que va a suceder, pero que no molesta. Sus ilusiones, no siempre acertadas en lo que a amores y toma de partido se refiere, se verán frustradas por codiciosas. Desde el título sabemos que se trata de un proceso de ascenso y caída en el que se verá encumbrado y traicionado por  quienes él tenía en estima, sobre todo por su amigo, el cínico y encantador crítico literario Lousteau (Vincent Lacoste, que da perfectamente el tipo). También su contrincante literario, Nathan (Xavier Dolan, actor y director canadiense, del que no había visto nada con anterioridad, salvo Matthias & Maxim y que resulta muy creíble en su ambigüedad), de quien no sabrá aprovechar sus consejos. Toda esta trama del literato, con afanes pronto abandonados por el relumbrón y el dinero fácil, me ha interesado menos que el panorama social que retrata, en el que, en palabras del escritor, "Hoy día, para triunfar, hay que relacionarse. Todo es fruto del azar, como puede ver. No hay nada más peligroso que tener inteligencia y quedarse solo en un rincón". La finalidad del periodismo que se presenta es ganar dinero para los accionistas y para uno mismo.
 

Parece que la prensa francesa contemporánea no ha estado demasiado contenta con la desinformación que en las cabeceras de la decimonónica se hacía gala, incluyendo mentiras notorias, manipulaciones, tergiversaciones, lo que ahora se llaman fake news. Una crítica podía hacer que se  hundiera la publicación de un libro o que un espectáculo fuera abucheado, lo que se conseguía con los encargados de la clac, que se vendían al mejor postor. Ese juego entre verdad y mentira, que también está en D. Honorato, parece interesarle mucho al director, las falsas apariencias, la hipocresía como forma de supervivencia será lo que aprenda a golpes el joven Rubempré (apellido materno que él reivindica). El escritor y el director denuncian la corrupción política, la compra-venta de artículos, el dar por cierto lo que es sólo probable, el tráfico de influencias, la polarización de las opiniones, todo de rabiosa actualidad. 
 

Al final el filme acaba siendo un excelente ejercicio cinematográfico, de ritmo trepidante, que en parte viene de la mano del diseño de producción y de la dirección artística, lejos de los efectos digitales, en la que las localizaciones, el vestuario que refleja las clases sociales, la ambientación, la música (de Varda Kakon), parecen llevarlo de la mano a uno al París de la Monarquía de julio, previo a la instauración de la II República. Genial el cruce de la calle del provinciano, aterrado por el "tráfico" de los landós y los carruajes. Y un auténtico descubrimiento la figura de la actriz de teatrillo que quiere interpretar a Corneille, inolvidable Salomé Dewaels, único personaje virtuoso de la peli. En parte, muchas de las escenas son auténticos tableaux vivants, conseguidos por una impecable fotografía (Christophe Beaucarne) y una adecuadísima iluminación. Quiero terminar diciendo que el varapalo que el director plantea a ese mundo de "críticos culturales", multiplicado ahora ad nauseam con tanto opinador en las redes, podría serme aplicada a mí con estas líneas, que sólo pretenden que la gente no se pierda esta extraordinaria radiografía de época. 

José Manuel Mora.
 





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