La prensa canallesca
Esta vez el reclamo para ir al cine ha sido el nombre de Balzac, ya citado en estas páginas con anterioridad. Siempre he recomendado leer primero los libros y ver después la versión cinematográfica, para no estar condicionados por la visión del director y poder imaginar más libremente lo que el escritor trasmitió. En este caso el original, Illusions perdues, es un mamotreto de cerca de 800 páginas, publicado en su día en tres partes, entre 1837 y 1843, que se integra en la opera magna del escritor, La Comedia Humana, y que retrata con precisión la sociedad de la época de la Restauración borbónica, con el ascenso imparable de la burguesía y una nobleza que se resiste a perder sus privilegios. En esa lucha hay un actor nuevo y cada vez más influyente: la prensa, dominada por los intereses de quienes la financian, con un papel cada vez más importante de la publicidad, y que cuentan las cosas atendiendo exclusivamente a lograr mayor poder para los que parecen dispuestos a cualquier cosa. Y todos dominados por un único objetivo, el dinero, lo que impide cualquier crítica objetiva de libro o espectáculo. Muy divertida la boutade del director presentando a un editor que no sabe leer, el impagable Depardieu, pero que sabe que una buena crítica es mejor que un mal libro. Al no conocer el original, no sé si el para mí desconocido director y guionista, Xavier Giannoli, se toma o no demasiadas libertades, ayudado de su coguionista Jacques Fieschi. Lo que está claro es que las casi dos horas y media de duración se pasan en un suspiro, lo que indica el acierto del creador de la cinta.
Parece que la prensa francesa contemporánea no ha estado demasiado contenta con la desinformación que en las cabeceras de la decimonónica se hacía gala, incluyendo mentiras notorias, manipulaciones, tergiversaciones, lo que ahora se llaman fake news. Una crítica podía hacer que se hundiera la publicación de un libro o que un espectáculo fuera abucheado, lo que se conseguía con los encargados de la clac, que se vendían al mejor postor. Ese juego entre verdad y mentira, que también está en D. Honorato, parece interesarle mucho al director, las falsas apariencias, la hipocresía como forma de supervivencia será lo que aprenda a golpes el joven Rubempré (apellido materno que él reivindica). El escritor y el director denuncian la corrupción política, la compra-venta de artículos, el dar por cierto lo que es sólo probable, el tráfico de influencias, la polarización de las opiniones, todo de rabiosa actualidad.
Al final el filme acaba siendo un excelente ejercicio cinematográfico, de ritmo trepidante, que en parte viene de la mano del diseño de producción y de la dirección artística, lejos de los efectos digitales, en la que las localizaciones, el vestuario que refleja las clases sociales, la ambientación, la música (de Varda Kakon), parecen llevarlo de la mano a uno al París de la Monarquía de julio, previo a la instauración de la II República. Genial el cruce de la calle del provinciano, aterrado por el "tráfico" de los landós y los carruajes. Y un auténtico descubrimiento la figura de la actriz de teatrillo que quiere interpretar a Corneille, inolvidable Salomé Dewaels, único personaje virtuoso de la peli. En parte, muchas de las escenas son auténticos tableaux vivants, conseguidos por una impecable fotografía (Christophe Beaucarne) y una adecuadísima iluminación. Quiero terminar diciendo que el varapalo que el director plantea a ese mundo de "críticos culturales", multiplicado ahora ad nauseam con tanto opinador en las redes, podría serme aplicada a mí con estas líneas, que sólo pretenden que la gente no se pierda esta extraordinaria radiografía de época.
Comentarios