Un héroe, de Asghar Farhadi

 Cine moral

El nombre del autor de la peli ya es una garantía de que lo que voy a ver me va a interesar, dado que sus anteriores títulos (Nader y Simin, una separación, 2011; El viajante, 2017) me gustaron mucho. Las críticas han sido además elogiosas. Se trata de Un héroe (Ghahreman), lo último que ha dirigido Asghar Farhadi. Como advertencia, viene bien saber que la peli es larga, 127 mi., aunque se pasan en un verbo, por cierto; un tiempo que se va haciendo agobiante conforme avanza el metraje.

El iraní es un guionista y director que ha sido galardonado con Globo de Oro, Oso de Plata, Grand Prix en Cannes y dos Oscar, lo que no ha impedido que el régimen de los ayatholás, que mantiene censuras implacables a su población y a sus creadores, como Jafar Panahi, lo haya obligado a rodar en el extranjero (en España, Todos lo saben, 2018) o  que haya tenido que ser más inteligente que los censores para rodar las historias que a él le ha interesado contar. Su cine no es de acción, sino de una cotidianeidad pasmosa, que llama la atención de entrada por lo paradójico de las vivencias de aquel país. Niños con tablets (¿tabletas?), ordenadores en las oficinas, teléfonos inteligentes, y frente a tanta modernidad, mujeres cubiertas, incluso con chador, y el famoso código del honor personal o familiar planeando sobre los humanos  que lo han mamado desde la infancia y que tantas tragedias comporta.  

 
Un recluso, Rahim, encarcelado por no haber podido pagar una cuantiosa deuda, sale de permiso y se encuentra un bolso de mujer con 17 monedas de oro valiosísimas. Duda entre venderlas y saldar la deuda o poner un anuncio para encontrar a su dueña. Hace esto último y todo se va complicando de manera no sé si absurda, kafkiana iba a decir, o acorde con los estándares de aquella sociedad, hasta convertirlo en víctima de sus pulsiones y de los valores de su entorno. La anécdota le sirve al director para plantearse toda una serie de problemas morales y para darle un repaso a la sociedad, a su corrupto sistema carcelario, al funcionariado puntilloso e ineficiente, a las puristas asociaciones de caridad, a las redes sociales manipuladoras, al circo mediático, y de fondo, y como siempre, la familia, centro de solidaridad y de opresión. Hay un par de personajes que parecen librarse de la crítica: el viejo taxista, antiguo reo carcelario, que cree entender la situación y estar presto a ayudar, y la novia del protagonista, enamorada de verdad y dispuesta a apoyar, testificar, responsabilizarse. Ante todo ello el espectador debe decidir dónde se encuentra la razón y se siente atrapado en un problema irresoluble.
 
 
Hay en el desarrollo de la historia cierto aire neorrealista, cotidiano, de personas normales abrumadas por los avatares de la vida, como el pobre ladrón de bicicletas de De Sica, o más cerca de nosotros, el Cassen del Plácido berlanguiano. Cine de acciones y de palabras no siempre claras, porque ocultan sabiamente hechos y que exigen al espectador tomar partido sobre la veracidad de lo que sucede y sobre la moralidad del personaje, situado en medio de una gama de grises intrincada, que dificulta elaborar un juicio. Éste, Amir Jadidi, ha sido dirigido concienzudamente a través de interminables ensayos previos al rodaje, para lograr la naturalidad más absoluta, lo que consigue junto a su hijo en la ficción y en la realidad, así como el resto del elenco. Todos bullen en medio de esa ciudad, Shiraz, donde se encuentran las inmensas tumbas persas del inicio del filme. Al final todo acaba con un toque pesimista y a la vez esperanzado, un sabor agridulce en la boca. Como la vida misma, profundamente humana.
 
José Manuel Mora.
 
 

 




 

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