Gran bolero, de Jesús Rubio Gamo

Perpetuum mobile

Que una ciudad como Elche se plantee un mes de espectáculos específicos bajo el título de Abril en danza es una suerte de privilegio. Se realiza además en múltiples sedes de la ciudad y  también de Alicante. La apertura se ha realizado por todo lo alto, con la presentación de la propuesta que ganó el Premio Max de 2020 al Mejor Espectáculo de Danza. Se trata de una pieza que viene de Madrid en una coproducción entre los Teatros del Canal y el Mercat de les Flors con sede en Barcelona, "Gran bolero", coreografiada en 2019 por Jesús Rubio Gamo (Madrid, 1982), a partir de un trabajo previo con dos bailarines, más breve, con una duración ahora de cincuenta minutos. Como ha sido una única representación, estas líneas sólo tienen sentido para no olvidar la intensidad del momento vivido y para animar a cualquier lector despistado que curiosee por aquí para que sepa que si se presenta cerca de donde esté, no debe perdérsela. No se arrepentirá de ir a verla. 

 

El Bolero por antonomasia es el de Ravel (1928). Sigo sin poder olvidar la representación del espectáculo que ofreció hace ya años Maurice Béjart (1961) y que yo vi muy posteriormente, con la pieza canónica musical interpretada exclusivamente por varones en torno a una mesa enorme, a la que se iban incorporando los bailarines, al tiempo que la orquesta añadía instrumentos a la conocida melodía. En su momento causó auténtico impacto. Sin embargo aquí, dado el título, no pensé que me reencontraría con la misma obsesiva secuencia musical. De hecho comienza con los doce bailarines, seis mujeres y seis varones, que van surgiendo de los laterales de un escenario vacío, para incorporarse a un caminar incesante pautado por la percusión sola, seca, repetitiva, que parece hacerlos andar sin descanso. Pronto vemos que, al ritmo circular del que todos participan con una precisión en la marcha ajustada, perfecta, le van surgiendo disidencias mínimas, como intentos de salir del rebaño, de liberarse. Y el golpeteo incesante se va enriqueciendo con un acorde que nos pone en la pista de lo que acaba siendo una variación sobre el Boléro creada por José Pablo Polo. Sobre la base del giro, el coreógrafo establece un diálogo entre el individuo y el grupo, o más bien entre la pareja y la colectividad, pues suelen ser dos los que se van desgajando cada vez del círculo incesante. Establecen entre ellos un gesto, una mirada, un roce, un abrazo, y se reintegran al grupo con una precisión de metrónomo, como si no hubiera posibilidad de escapar de él. Pero las reiteraciones van presentando pequeñas variaciones cada vez y se van eniqueciendo con dobles parejas, tríos, hasta llegar a la compañía al completo.  

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

Son muchas las sugerencias que el espectáculo plantea: la indeterminación del sexo de los bailarines por ejemplo, puesto que todos pueden ser porteadores, o llevados en vilo por cualquiera de los otros componentes. La iluminación de David Picazo, en principio neutra, se intensifica conforme la música y la danza van llegando al clímax, lo que incluye la voz de los danzantes. El vestuario sin uniformidad, que va desapareciendo como por ensalmo, como pases de predistigitación, va dejando a los bailarines reducidos a su propio cuerpo como base de la pulsión que los mantiene en movimiento extenuante y gozoso, orgásmico, diría, del que participan los espectadores sin poderlo evitar, llevados por la generosidad de la propuesta, en ocasiones sanamente violenta, lo que se combina con los gestos de ternura, con las miradas de complicidad, con la vida desbordante. La conexión es total.


Y a la vez que la energía se multiplica con la reiteración en un tiempo y un espacio compartidos por ellos y nosotros, el coreógrafo es capaz de composiciones escultóricas, desde un desprendimiento a una pietà Rondanini. La intensidad del conjunto hace que uno olvide que los bailarines van quedando completamente desnudos, el erotismo ha sido excluido por la belleza; acaban extenuados, exhaustos y a la vez felices en su grito final, entre el disfrute por lo vivido y el agotamiento último del que también hemos participado los espectadores. Un regalo en definitiva.
 
José Manuel Mora. 
 
P.S. Dejo dos vídeos distintos, el segundo más ajustado a lo que hemos visto esta tarde.
 



 

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