Tengo miedo torero, de Pedro Lemebel

Compromiso y mariconeo

Me resulta raro empezar un libro nuevo sin haber acabado el anterior. No suelo hacerlo. Sin embargo, para el viaje necesitaba algo manejable. Y así, aconsejado por Adrián, el nuevo librero de 80 Mundos, me he llevado a tierras escandinavas la obra de un desconocido chileno con título sugerente: LEMEBEL, PEDRO. Tengo miedo torero. Barcelona: Editorial Las afueras, 2021, págs. 203, con una sugerente cubierta de Carlos Pazos; habrá que prestar atención a esta joven editorial. Es curioso que no haya visto ninguna reseña en prensa, aunque es cierto que su publicación queda ya algo lejana, sobre todo en su versión inicial de 2001, que sacó Seix-Barral y que publicó también ese año en España la editorial Anagrama, en su colección "Narrativa Hispánica".  Hay una película basada en la novela, de 2020, que tampoco he visto.

Pedro Segundo [Mardones] (abandonó el apellido paterno) Lemebel (nacido en un barrio marginal de Santiago de Chile, 1952-2015), además de escritor, ejerció de artista plástico, siempre desde una perspectiva reivindicativa del mundo gay, usando incluso referencias autobiográficas. Manejaba la provocación, al igual que hace en este libro, como medio de reivindicación de la diferencia y para la denuncia social y política. Sufrió en sus años escolares de acoso por su apariencia afectada y fue despedido de varios institutos donde ejerció de profesor de Plástica por la misma razón. A partir de los años 80 comenzó a escribir cuentos, Incontables (1986). Su militancia izquierdista también se vio obstaculizada por su homosexualidad. Su actividad como performer en el grupo de las Yeguas del Apocalipsis, reventador de actos literarios, lo llevó a dejar el cuento y pasar a las crónicas desgarradas, que vieron la luz en 1995, La esquina es mi corazón, y Loco afán: Crónicas de sidario, que se publicó en Anagrama gracias a la intervención de Roberto Bolaño, ya asentado en la capital catalana. Doy tanta información biográfica ya que me parece pertinente para entender la novela, única que escribió, que voy a comentar. Dejo la foto que sigue para mostrar cómo el autor rechazó la normalización que la sociedad chilena proponía, convertido así en un auténtico freak que rechaza el determinismo homófobo. De alguna manera se le podría incluir en la estela de Severo Sarduy, de Reinaldo Arenas o de Manuel Puig, sobre todo a este último con su novela El beso de la mujer araña, que muestra alguna semejanza argumental con la que comento.


He dudado en poner el título que he elegido para la reseña. Al final me ha parecido que si el propio protagonista de la historia usa el término con absoluta naturalidad, yo puedo ser fiel a su propuesta con el que he elegido: "el maricón solo, el maricón hambriento de <besos brujos>, el maricón drogado por el tacto imaginario de una mano volantín rozando el cielo turbio de su carne, el maricón infinitamente preso por la lepra coliflora de su jaula, el maricón trululú", pág. 39). Son los años ochenta, "la primavera del 86. Un año marcado a fuego de neumáticos humeando en las calles de Santiago comprimido por el patrullaje" (pág. 11). "Pinocho-viejo culiao-asesino y criminal" está en lo alto de su poder conseguido de manera infamante. Manifestaciones en favor de los desaparecidos, consiguientes cargas policiales ("Que todos al parque, al cementerio, con sal y limones para resistir las bombas lacrimógenas", pág. 13), el Frente Patriótico Manuel Rodríguez que prepara un atentado ("A todo peñascazo los cabros  de la universidad resistían el chorro mugriento de los pacos [...] con su ternura molotov inflamada de rabia", pág. 21), conforman el paisaje en el que Carlos, un joven militante veinteañero, establece una relación con la Loca del Frente, un homosexual cuarentón de dientes postizos y cuatro pelos en guerrilla ("un mariposuelo de cejas fruncidas", pág.12), que se gana la vida bordando mantelerías para las esposas de los milicos y que acabará tomando conciencia de la realidad social en la que vive gracias a ese amor imposible: «Carlos no podía mentirle, no podía haberla engañado con esos ojos tan dulces. Y si lo había hecho, mejor no saber, mejor hacerse la lesa, la más tonta de las locas, la más bruta, que solo sabía bordar y cantar canciones viejas.» (pág. 23). Y ahí están los dos temas que subyacen en la trama del relato: la militancia política y la disidencia sexual. Las voces narrativas se alternan entre la Loca y la mujer de Pinochet, o el fluir de conciencia del dictador, entremezclándose la narración en tercera, con el estilo indirecto libre y los diálogos sin guiones, todo sin solución de continuidad. 


Y, siendo apasionante la trama, perfectamente pautada por el autor, que alterna con sabiduría los momentos de tensión política y erótica con los de la ironía y el humor relajado, tragicómicos, mezclando realidad y ficción (el atentado sucedió de verdad), la creación del personaje, a quien el narrador se refiere como él/ella indistintamente "qué se cree que una la va a esperar toda la tarde [...] sintió una oleada de dignidad" (pág. 65), es de una rotundidad y una humanidad conmovedoras. El modo en que la voz de la Loca alterna el vocabulario popular de las canciones que escucha, con el barriobajero que aprendió en las calles "tira p'arriba, niña, que aún estai joven" (pág. 76) y los destilados líricos, es asombroso: "Tú hablas poesía. ¿Lo sabes? A casi todas las locas enamoradas les florece la voz, pero de ahí a ser escritora hay un abismo" (pág. 136).  Sin embargo aún hay algo más sorprendente en el libro y es la capacidad de creación léxica que Lemebel maneja. Quiero dejar constancia, sin citar la página, de algunas de sus alucinantes verbalizaciones a partir de sustantivos, tan descacharrantes y expresivas: "cascabeleaba", "chancleteando", "chicharreó ella"; la adjetivación atrevida: "perlescente"; la aposición sugerente: "dedos lombrices [...] yemas tarántulas"; la sustantivación  acertada: "el franeleo", "el crujidero de butacas que terremoteaba el ambiente" (pág. 156). Es una prosa poética a veces autodenigratoria y en ocasiones de gran vuelo lírico, irreverente, barroquísima, kitsch, como es el mundo de papel cuché en el que vive la Loca. Y eso es lo bueno, porque el libro se convierte en literatura militante desde el lenguaje, más que desde las ideas. Y es ese lenguaje el que con seguridad abrió ventanas de libertad por el sólo hecho de usarlo. Su hombría era aceptarse diferente, no contemporizar. Hay heterodoxia. No hay moraleja.

Dejó para finalizar las palabras del escritor chileno Alejandro Zambra: «Pienso en quienes salieron del clóset gracias a Lemebel, pero no me refiero solamente –lo que ya sería bastante‒ a los que después de leerlo se atrevieron a enfrentar su identidad sexual, sino también a quienes, homosexuales o no, gracias a él descubrieron o redescubrieron el brillo y el poderío de las palabras, la necesidad de una escritura, su urgencia.»

No creo que haga falta añadir que se trata de una buena ocasión para aprovechar la reedición de esta novela y conocer a este gran heterodoxo verbal y humano. 

José Manuel Mora




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