Copenhague, II. El Botánico y la Sirenita

 Domingo "glorioso"

La casa está vacía, silenciosa, toda para nosotros, como la calle y el barrio. Desayunamos con toda tranquilidad. Fuera, 8º y un sol invitador. Las avenidas, bastante vacías en este día festivo. Los quioscos de prensa hace tiempo que desaparecieron. No hemos visto la tele ningún día. ¿Ucrania? Cosas del turisteo. Hoy hace un día perfecto para visitar el Jardín Botánico (el Botanisk Have, perteneciente a la Universidad de Copenhague, por lo que alberga plantas medicinales danesas y otras, importadas). Hay una sensación de primavera incipiente que invita a quedarse en el exterior, entre magnolios florecidos y arbustos cuajados de florecillas. Pero el invernadero construido a finales del XIX, en la estela del Crystal Palace londinense, es demasiado atractivo, y nos llama. No hay cola. La entrada es módica, 9€.


















Al penetrar recibimos una bofetada de calor húmedo que nos hace quitarnos los chaquetones. La variedad de las plantas allí dentro es extraordinaria: colores, texturas, formas, tamaños, orígenes... Las hay incluso carnívoras. En el centro del invernadero la gran cúpula de cristal parece suspendida en el aire. Una escalera helicoidal de encaje férreo permite ascender y verlo todo en círculo desde arriba. Al descender se pasa a la zona de las mariposas. Su aleteo incesante impide prácticamente fotografiarlas. Hay una azul, grande, especialmente hermosa. Para salir hay que llevar cuidado para que no escapen.






















Un poco más al norte del museo que visitamos ayer, hay otro más pequeño que desconocíamos, Den Hirschprungske Samling. Birgit nos ha recomendado que vengamos porque hay una deliciosa colección de pintura nórdica, a veces tocada por la gracia del Sur, cuando en el  tour llegaban a Italia y pintaban cuadros llenos de tipismo; en otras ocasiones los lienzos muestran las "noches blancas" del verano danés, las luces interiores, los trabajadores fatigados, la burguesía potente... Krøyer, un descubrimiento.




















Pero nos espera una sorpresa, la razón de la recomendación de nuestra amiga:  hay una exposición de una pintora que cabalga entre los dos siglos, Bertha Wegmann, de la que no habíamos visto nada. Vivió en París, Berlín, Suecia, y se dejó influir por los ambientes artísticos de esos países. Compartió vida y oficio con la sueca Jenna Banck. La manera de trabajar interiores, retratos, paisajes, bodegones, nos deja mudos de emoción. El curioso e improbable lector de estas notas puede goglear y ver imágenes de estas dos pintoras extraordinarias.


A la salida, tropezamos por casualidad con un viejo pub reconvertido en restaurante para daneses, el Under Uret, con una terraza llena de gente. En el interior, un nivel bajo tierra, iluminado por la luz que entra por amplios ventanales llenándolo todo de calidez, hay un conjunto de personajes que parecen sacados de cuadros costumbristas como los que acabamos de ver. Se habla en voz baja y la sensación de placidez es perfecta. Pedimos arenques marinados con huevo poché y salmón con huevos revueltos y espárragos, acompañado de cervezones. Completamos con tarta de manzana de la casa, dos bombones y cafés. Aquí no se acostumbra a ofrecer nuestro "menú turístico". Lo que hemos comido sale por 50 módicos euros. Dormito apoyado en la pared. Como un señor.


Dando un paseo por 
Østeport, llegamos al kastellet, la ciudadela con forma estrellada que servía de defensa a la ciudad gracias a sus bastiones, abarrotada de gente dominguera, familias enteras que aprovechan la suavidad de la tarde. Lo vamos bordeando. Como buena fortaleza, está rodeada de un foso en el que crecen todo tipo de árboles, se ven incluso garcetas junto al agua. Pasamos al lado de unas construcciones con pedigrí, de las de color azafranado con vigas de madera a la vista. Parece que eran casas pensadas para pescadores. Ahora se ofrecen a gentes con posibles que quieren vivir en el centro de la ciudad. 














Queremos presentar nuestros respetos a Den lille havfrue, la conocidísima Sirenita de H. C. Andersen. Un tiempo descabezada por obra de descerebrados, ha sido restaurada y su bronce luce brillos dorados que le arranca el sol poniente. Su silueta se recorta contra el intenso azul del mar. Hay cola para fotografiarse con ella. Y hago el turista hasta que me llega mi turno. Il faut des rites, que decía el zorro al Principito. Y lo hago con peligro de darme un resbalón y hacerme daño. Mi sacro no me permite tonterías. Hay españoles, italianos, hindúes, franceses... Todos han venido a rendir homenaje a ese ser mixto, lleno de serenidad, sentada en la dura roca, de espaldas al mar. Da igual que la mayoría no haya leído el cuento ni conozca a su autor. Tal vez llegan atraídos por los dibujos y los musicales sobre la obra. 


Desde donde nos encontramos, es un paseo acercarse a Amalienborg, residencia de la familia real, desde donde se divisan los brillos de la Ópera reflejándose en el agua, y donde se pueden ver los paseos mecánicos de la Guardia Real, soldaditos de plomo jovencísimos, nuevo homenaje a Andersen. 













Y, al llegar a Kongen Nytorv, la fachada del Teatro Real (Det Kongelige Teater), de finales del XIX, neorrenacentista, se dora a fuego lento con el último sol de la tarde. En él se representa no sólo teatro, sino ópera y danza, como la que pude presenciar con Birgit en mi primer viaje a esta maravillosa ciudad, allá por el año 1993. ¡Ya ha llovido!...


Ya en la que consideramos nuestra casa, cenamos tranquilos. Irrumpe Valdemar, otro de los gemelos, hablando inglés como una ametralladora. ¡Qué envidia! Me ayuda a descargar en el móvil la tarjeta de embarque a Oslo. Sabe de todo, este chico. Se despide. Nos dormimos. 

José Manuel Mora



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