Hacia la isla de Møn, Dinamarca

 Al norte, al norte...

Cualquier excusa es buena. Y la jubilación lo permite. Si se le añade la lenta remisión de la pandemia, tenemos un montón de factores que nos han animado a planear un nuevo viaje a Dinamarca para ver a nuestra amiga Birgit Jensen. Y, como no queremos complicarnos la vida con alquiler de coche, decidimos viajar en transporte público. En el aeropuerto de Copenhague hay unas máquinas que expenden los billetes de tren a la Estación Central por el módico precio de 5 € cada viajero. Después de haber volado enmascarados desde Alicante, resulta sorprendente y liberador ver que nadie lleva mascarilla en el aeropuerto. Es como haber llegado a la normalidad de golpe. En el punto de información, con mucha cola, hay un empleado que ayuda a sacar billetes (14 €) de tren en la máquina que hay en el exterior de la oficina, lo que nos evita la espera. La estación parece ahora un centro comercial, lejos de la que conocí en el 93. 

Queremos ir a Vorningborg, en el extremo sur de la isla mayor del país, Selandia. Hay obras en las vías y nos toca dejar el tren y pasar a un autobús para llegar a Naestved. El sol luce blanquecino, hay 12º y no nos importa esperar el último autobús que nos lleva a la isla de Møn, donde se encuentra Stege, el pueblo de 3500 habitantes, donde vive ahora Birgit. Tenemos la sensación de haber vuelto al invierno. La desnudez de los árboles dibuja encajes de ramas contra el fondo del cielo. De vez en cuando aparecen arbustos cuajados de florecillas blancas que son todo un anuncio de renovación. Llama la atención la cantidad de aerogeneradores que se ven. Se nota que apuestan por energías "verdes". Aquí todo el mundo habla inglés, con lo que la información se consigue fácil. Da envidia ver a la gente joven con un nivel del idioma de Shakespeare que yo nunca tendré.

Hay que cruzar un larguísimo puente de hierro, finisecular, que conecta ambas islas y, en la terminal de la línea, tenemos ya esperando a nuestra queridísima amiga Birgit y a su hija Marie. En cinco minutos estamos en la casa. La sala/comedor es muy luminosa, no hay visillos ni estores, para aprovechar toda la luz posible, tan escasa en invierno, y el jardín, que con mimo cuida la propietaria, luce restallante de brotes primaverales en los manzanos y demás frutales. Tiene incluso invernadero.


Tras la comida, muy danesa, con arenques ahumados y salsas varias, quesos, tarta y café, toca descansar del madrugón y del viaje. Y, al atardecer, salimos a dar una vuelta. Entre chalés decimonónicos y unifamiliares, damos con el foso que protegía la ciudad, ahora lleno de verdor, y con la torre-puerta de entrada, Mølleporten, o "Puerta del Molino", en restauración. Quedan casas en tono amarillo chillón, con las vigas de madera al exterior. Una de ellas, ahora un bar con terraza, fue en tiempos prisión de mujeres. Birgit quiere enseñarnos su taller, donde pinta y cuelga una obra colorista, naïve y expresivísima. Brindamos por el éxito de su vida de jubilata, aislada del mundanal ruido por propia opción.

Como estamos en una isla, enseguida encontramos el mar hacia poniente, quieto, brillante, con un agua transparente, no contaminada. Hace frío y el aire, que sopla del Sur, corta. Un privilegio de paseo mientras la luz va descendiendo hasta ahogarse en el mar. 



Volvemos. Una chimenea altísima señala el lugar donde se genera calefacción para todo el pueblo a partir de placas solares. Hay un centro de salud con bastantes especialidades y, en frente, otro de ancianos, muy coqueto. Cuestión de impuestos altos y bien distribuidos. Marie se despide y vuelve a la capital, a 130 kms. ¡Qué pereza! En casa, cena, charla y sueño. Mañana saldremos a conocer la isla. 

 

José MAnuel Mora.



Comentarios

Nuria Fernández Estebané ha dicho que…
Tu amiga se apellida como mi nuera, Jensen