Møn

Recorrido isleño

Birgit ha apalabrado un cochecito para movernos por la isla los dos días que nos vamos a quedar aquí. Nos invita ella, generosidad danesa, y conduciré yo. Las carreteras están tranquilas. Algo de bruma matinal emborrona el cielo, contra el que se recortan los encajes desnudos de los árboles de invierno. Desde lejos se divisa la torre de tejado rojo sobre muros blancos que corona la iglesia de Elmelunde, construida en el XIII y decorada en su interior ya en el XV, en un curioso tardorrománico que no habíamos visto antes. El edificio está rodeado por un cementerio cuidado, restallante de flores que dan la vida que no tienen los que allí descansan. 



La iglesia, abierta y vacía, no opone dificultades para ser visitada. Sorprende el buen estado de la conservación de los frescos de paredes y techos donde se mezclan escenas de cotidianeidad agrícola, con otras de carácter sacro, todas con el mismo estilo ingenuo que las unifica. Una maravilla. La típica desnudez protestante contrasta con un retablo y un púlpito barrocos. La luz llena el espacio silencioso, roto por nuestras pisadas y bisbiseos. 


Unos kilómetros más allá, no muchos, ya que la isla es pequeña, aparece la Elmelunde Kirke, ésta de ladrillo visto y tejas rojas, bien abrigada por el jardín funerario exterior. Cerca hay una pequeña elevación, al parecer un enterramiento prehistórico, aún sin excavar. Su interior es aún más desnudo que el anterior. No hay pinturas parietales, tan sólo los consabidos retablo y púlpito, y un barquito que cuelga del techo a modo de exvoto y que indica que la edificación se asocia al mundo marinero.
















Seguimos hacia el mar, a Oriente. Hay una aldea, Klintolm havn, con unas pocas casas que rodean un puertecillo donde ya no se puede pescar a causa de las cuotas de capturas de la U. E. y en el que unas barquitas se balancean en la transparencia del agua. Tomamos un café sentados en el exterior, con un sol de 5°, tolerable. Dos o tres restaurantes aparecen cerrados. Sólo abren por la noche. No da la impresión de que esperen un turismo que no vemos. Junto a una de las pasarelas, una imagen de otro tiempo: una bañera y un caballo blanco con una inscripción de los Doors. Restes del naufragi. .. 



Y nos dirigimos luego hacia el centro geológico de la isla, donde se ubica un museo bien dotado como centro didáctico, para niños de vacaciones, camuflado entre los árboles y al parecer con huellas de dinosaurios. Lo dejamos de lado y enfilamos hacia las pasarelas de madera que llevan hacia uno de los atractivos turísticos de la isla, Møn klint, los verticales acantilados calizos, blanquísimos, reserva de la biosfera, que se precipitan a las aguas del Báltico desde sus 126 metros de altura, una de las mayores, en la muy plana Dinamarca. No bajamos los  400 escalones hasta la playa pedregosa, porque habría que subirlos, así que recorremos la pasarela protegidos por los ramajes desnudos del bosque de hayas retorcidas y robles oscuros que llegan hasta el borde del precipicio, desde donde se divisan unas aguas blanquecinas primero, luego verdes y, por fin, azules. Nos cruzamos con dos chavalas mochileras, una de ellas hija de padre chileno y madre danesa. ¿Consecuencias del exilio provocado por Pinochet? Así es la sociedad de este país, muy mezclada, según iremos constatando.





























Y volvemos a comer a Stege, buscando el sitio donde ya lo hicimos hace años, Støberiet, al parecer una antigua fundición reconvertida en restaurante, con una pared de cristal que da a un patio con juegos para niños, lo que permite la vigilancia de los padres. El bufé libre, variado y abundante, incluye cerveza de grifo autoservida o vino, y pan. Al salir, comprobamos que el pueblo ha recuperado algo de vidilla en su calle principal, con tiendas abiertas y gentes que pasean. Todo muy tranquilo.


Y, aunque la bruma difumina un sol de por sí frío, decidimos salir hacia Nyord, una isla al norte de la "grande", a la que se accede por un puente tan estrecho que no tiene doble sentido. Damos con un poblado de casas de aspecto elegante, unifamiliares, cerradas, casas de veraneo de "los ricos del norte", léase, de la capital. Ello ha provocado que los precios suban y que resulte inaccesible comprar ahora una casa en el lugar. Junto al puerto, minúsculo, hay un pescador de gambas con el agua hasta la cintura, en medio de la grisalla del atardecer. La paz es absoluta. En pocos de los edificios alguna típica lámpara de diseño danés indica que hay moradores en ellos. En uno, cercano a la iglesia, vemos una reunión muy bergmaniana: feligreses reunidos con el pastor discutiendo cosas de la comunidad. 


Casi sin luz volvemos a Stege. Conduzco sin tensión, a pesar de no conocer las carreteras, dado el escaso tráfico. Nuestra casa nos espera, acogedora, para cumplir en ella con el ritual danés de descalzarse al entrar. No hay televisión, así que se impone la charla, la puesta al día de hija y nietos, la lectura. El descanso.

José Manuel Mora.






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