Oceanía, de Gerardo Vera

 Continente desconocido

A veces el título de una obra puede despistar. Y en este caso ha sido la presencia del protagonista lo que ha hecho que me anime a sacar entradas. Luego uno recuerda haber leído alguna reseña que olvidó, y se da cuenta de que es una especie de testamento en forma de memorias, escrito por  Gerardo Vera, antes de que falleciera por culpa del maldito coronavirus. En realidad se trata de un texto con forma de monólogo, redactado a cuatro manos, junto con su marido, José Luis Collado. Ponerlo en pie en un escenario ha sido cosa de José Luis Arellano, su director, con buen pulso, y del encargado de encarnarlo, Carlos Hipólito


Vera, un chico joven de  mi edad (1947-2020), se licenció en Filología Inglesa y Literatura, formación que completó con una licenciatura en teatro. Se inició como actor con el grupo El Búho y trabajó dando empaque y prestigio a la escenografía y el vestuario de obras que se hicieron famosas justo por su intervención en esas áreas (dos goyas, a la dirección artística de La niña de tus ojos, y al vestuario de El amor brujo). La dramaturgia de El Rey Lear lo lanzó a la fama.  Su actividad se extendió a la dirección cinematográfica, con La Celestina o Segunda piel, aunque su gran pasión fue fundamentalmente el teatro, lo que le valió dirigir el Centro Dramático Nacional, para el que produjo obras que se han convertido en clásicas. Fue galardonado con el Premio Nacional de Teatro. Lo del presente montaje supone, seguramente, un tour de force, ya que parte de materiales biográficos y se lo encomienda todo a un solo actor. 



Ser coetáneo del autor es probablemente un plus a la hora de identificarse con lo que uno ve en escena gracias a las coincidencias. Dos ejemplos sólo: salir al extranjero, él a Londres, yo, a Burdeos, en plena dictadura. Y besar la frente del padre muerto, in absentia, para encontrar esa frialdad que no se olvida nunca. El recorrido vital de Vera me ha traído a la mente el que tengo entre manos, los Diarios de Chirbes. Hay el mismo desparpajo expresivo, la misma preocupación ética en ambos. La misma intensidad emocional. 


Pero es teatro lo que hemos venido a ver. Un escenario casi desnudo, con pantallazo que sobrevuela el fondo, en el que se proyectan determinadas imágenes; una mesa de escritorio con portátil en el que se escribe; un sillón a la izquierda, una silla viuda en el centro. Tres espacios que permiten al actor incorporar a los distintos personajes que transitan por la memoria del dramaturgo. Y es sorprendente la naturalidad con la que el actor los incorpora: apenas una inflexión de voz, sin exagerar la nota, un gesto de las manos, y estamos escuchando a su madre, a la tata, al padre postrado en el hospital para tuberculosos... La reconciliación con ese padre distante, brutal a veces, pero comprensivo al fin, es fruto de una evolución medidísima del padre y del hijo, desde la admiración, al enfrentamiento, hasta el reencuentro final. En muchas ocasiones se requiere de la intimidad que proporciona la voz en un susurro. No perdemos ni una sílaba, tal es el fraseo de Hipólito (a pesar del sonido de los móviles no descompone su figura ni pierde el hilo; profesionalidad se llama). 


La hora y media que dura la representación mantiene al actor en permanente estado de concentración, de memoria y emocional. Hay pausas en la narración y espacios para enjugarse las lágrimas o beber un sorbo de infusión para aclararse la garganta seca. La madurez de este hombre, capaz de interpretar un musical como Billy Elliot, o de interactuar frente a otro grande de las tablas, Gutiérrez Caba en Copenhague, es sorprendente, conmovedora. Hay mucho oficio detrás para conseguir que todo fluya con naturalidad y precisión, con la cercanía que lleva la anécdota al espectador desde el humor hasta la lágrima. Le costó marcharse del escenario, reclamado por el público puesto en pie. Lástima que la platea registrara sólo media entrada. El espectáculo vale la pena allí donde vaya.

José Manuel Mora. 



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