Oslo, el fiordo.

Una ciudad renovada

Un lujo, poder llegar al aeropuerto de Copenhague en metro desde casa en apenas media hora. Toca esperar, como siempre. El vuelo es corto, tan sólo una hora. Desde el aire se ven retales de nieve entre el verde tierno que apunta y alguna charca helada, brillante. En Oslo tampoco hay mascarillas. Un empleado muy amable nos enseña cómo obtener billetes de tren a la  ciudad, que se encuentra a 45 kms. Tenemos descuento por "seniors". El viaje es rápido, apenas 20 minutos, y cómodo. Nuestro hotel, el Citybox, está a dos calles de la Sentralstationen. Hay que empezar a habituarse a otro idioma, aunque todo el mundo habla inglés, entre ellos, un par de policías vikingos que nos indican cómo llegar. El alojamiento está muy cerca de la estación.

Se trata de una cadena de hoteles sin recepción, donde una máquina cobra y expende las tarjetas que sirven como llave. La habitación, en el sexto piso, es minimalista y con aire de buhardilla, cómoda, con baño limpísimo y suelo radiante. Sin embargo la maleta se aparca con dificultad. Para ellas hay una consigna a la entrada, así como espacio de juegos y máquinas expendedoras de bocadillos y bebidas. Cuesta 100€ la noche, sin desayuno. Todo aquí va a ser más caro. Luego hablaré del nivel de vida de los noruegos.


Ya estuvimos hace añísimos en la capital de Noruega, pero no recordamos nada, ya que tan sólo nos quedamos un par de días. La ciudad se nos ofrece como para ser estrenada. Volvemos a la estación. En el punto de información hay un muchacho amabilísimo, polaco que, manejándose en perfecto español, además de inglés y noruego, claro, nos recomienda sacar una tarjeta, el Oslopass, de tres días, 65€, que da acceso a todos los museos y todo tipo de transporte, marítimos y terrestres. A la salida del edificio hay un poste con reloj y un bronce ante el que todo el mundo se fotografía, como un tótem ciudadano: una leona. 


Y bajamos hacia el puerto donde se cierra el fiordo, el mar queda muy lejos. La zona, a la que no nos acercamos la vez anterior por ser típicamente portuaria, degradada y sucia, es la que nos atrae ahora. Ha sufrido la misma transformación que la ría de Bilbao al llegar el Guggenheim. Aquí los agentes del cambio son tres iconos arquitectónicos, que además están al servicio de la ciudad como veremos: la Biblioteca, la Ópera y el Museo Munch. El sol brilla con intensidad mediterránea. 





Quienes han diseñado el edificio de la Ópera, abierto en 2008, forman parte del equipo de arquitectos noruegos llamado como su fundador, Snøetta. Se inspiraron en un témpano de hielo flotando en el fiordo. Es todo de mármol blanco y cristal y se refleja en las aguas de un modo majestuoso. Por la noche descubriremos que, iluminada, aún es más espectacular. La intención de su diseño fue tratar de integrar un espacio supuestamente exclusivo, el de los aficionados al bel canto, con los intereses del ciudadano medio, que pretende pasear y recuperar una zona que estuvo tan  abandonada. Ello ha provocado que la ciudad bascule hacia el puerto y que hayan surgido numerosos negocios, convirtiéndose el conjunto en zona de ocio. Subimos por la rampa que rodea el cubo que alberga la sala principal del teatro hasta la balconada superior. La vista se pierde a lo lejos en el fondo del fiordo. Abajo se mezclan parejas con bebés, chavales con skates, enamorados, y seniors. Es evidente que la integración ha sido un éxito. Buscamos el muelle nº 8, desde el que sale el ferry que nos va a llevar a la península de Bygdøy, en la que se encuentra el Museo Folklórico Noruego (Norsk Folkemuseum), con sus 155 casas típicas de todas las épocas y lugares del país, completamente amuebladas y decoradas, al aire libre, lo que permite hacerse una idea de las condiciones de trabajo, fiestas y costumbres, y continuar nuestro paseo. El edificio principal alberga mobiliario, vestuario tradicional, herramientas, trineos decorados, casas de muñecas, todo lo que ha conformado la vida de estas gentes rubias y poderosas a lo largo de los siglos, en estas tierras tan duras. Una de las construcciones icónicas es la iglesia de Steve, del año 1200, cuya peculiaridad es que en ella no se han usado clavos, sino que las maderas se han ido encajando unas en otras. Los habitantes de la época eran unos artesanos avezados en la construcción de navíos y aplicaron sus conocimientos a levantar la capilla.


 


Se ha hecho la hora de comer y, a la salida del museo hay un restaurancillo de ambiente nórdico, por los personajes que ocupan las mesas corridas, por la forma en que se aprovecha la luz que baña el sobrio mobiliario y por el silencio que llena el ambiente. Lo que nos ofrecen es del tipo smørbrød, que ya conocemos de haberlo probado en Dinamarca:  bocadillos de pan negro con pasta de atún y ensalada, y el otro con queso azul, regados con cervezas de medio litro, dos trozos de tarta y dos cappuccini. Un poco de pared para descansar la cabeza un rato y estamos preparados para continuar el paseo.


De regreso al embarcadero pasamos junto a la embajada de España, enorme casoplón, acorde con la dignidad del ocupante. Dejamos sin visitar el museo dedicado al viaje de la Kon-Tiki y otro a exploraciones polares. Cuando ponemos pie en tierra, esta vez en el embarcadero nº 9, el muelle se ha convertido en un jubileo de gente guapa que toma el sol, bebe una copa o se prepara para cenar, porque son ya casi las seis. Normal que se haga tan temprano, ya que el almuerzo, nosotros mediterráneos, lo consideraríamos un tentempié. Hay también quienes se dan un chapuzón porque el día invita. El Museo Nacional, completamente remodelado, no abrirá sus puertas hasta el mes de junio. Tal vez otra razón para volver, ya que promete ser espectacular. 

Toda la ciudad ha basculado hacia esta zona. El antiguo eje central que conducía desde el Parlamento al Palacio, señorial, bellamente decimonónico, ha sido desbancado por un barrio de nuevo diseño, bloques residenciales de seis u ocho alturas, con sus postes de amarre para los fuerabordas y con balconadas que dan a la bahía y que exhiben diseños atrevidos. No sé cuánto pueda costar un apartamento en esta zona tan exclusiva de tiendas de moda, museos de arte moderno, restauración y copas y espacios para el baño. 



Vamos volviendo a casa entre edificios con solera decimonónica, con casi todos los negocios y oficinas ya cerrados. Los horarios aquí, como ya he dicho, son distintos. Tras un leve descanso, queremos volver, ya con el sol ahogándose en las aguas del fiordo, hacia el lugar donde empezamos el paseo esta mañana. Ventajas de vivir en el centro. Los edificios icónicos de entonces han cambiado por completo de aspecto, al estar iluminados desde dentro. Sus fachadas se reflejan temblorosas en la superficie quieta del puerto. Son las diez de la noche y del Munch sale gente que ha debido de asistir a alguna presentación. 

 


Con mentalidad mediterránea, pretendemos cenar, pero las cocinas están ya cerradas. Acabamos tomando un bocadillo de salami de los que venden en la estación a los viajeros. Habrá que tener en cuenta estas cuestiones para mañana. Nuestra minúscula habitación nos parece palaciega a la hora de acoger nuestro cansancio. 

José Manuel Mora.
  
  




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