Silencio, de Juan Mayorga

Maga, la Portillo

Sólo con la aproximación al teatro ayer tarde se notaba que la noche iba a ser memorable. La cola para entrar se alargaba a dos manzanas. Lógicamente, una vez dentro, el lleno era absoluto. ¡Qué alegría volver a ver el Principal como en los viejos tiempos! Juan Mayorga, (Madrid, 1965), es un autor consagrado, hasta el punto de haber sido elegido miembro de número de la RAE (2019). Como todos sus compañeros de Academia, debía redactar un discurso de aceptación del sillón correspondiente. Nada extraño. Siendo un dramaturgo, decidió centrar su intervención, no en las palabras con las que se levantan las obras teatrales, sino en los silencios que las envuelven. Y la paradoja comenzó a interesarme cuando leí la recensión del  texto en el diario, donde se hablaba de los silencios que rodean nuestras vidas y los silencios que encontramos en la literatura dramática. Y así lo tituló, Silencio, del mismo modo en que se ha convertido en un texto para ser representado, dirigido por él mismo, que dura una hora y cuarenta minutos. Y aquí viene lo que de verdad creo que ha atraído a tanta gente a ver la función, la presencia de la Portillo en el cartel, ella sola para sostener el texto.


Mayorga lleva escribiendo teatro desde 1989, ha recibido múltiples premios, el  Nacional de Teatro entre otros y, además de escribir los textos, su labor como dramaturgo lo ha convertido en un referente en lo que a teatro de vanguardia se refiere, tanto por cómo escribe, como por cómo levanta esos textos en un escenario. Himmelwelg (2003), El chico de la última fila (2006) o Reikiavik (2012), por citar sólo las que he visto, muestran a un autor de formación matemática y filosófica, que a veces vuela en textos poéticos y otras presenta con ojo crítico personajes y situaciones que nos son cercanos y reconocibles, como su famosa Alejandro y Ana (2002), que no vi. Con todo y ser imprescindible la escritura dramática para que tengamos función, y siendo profundísima la reflexión que lleva a cabo el dramaturgo sobre la importancia del silencio, es Portillo la que encarna, defiende, se pelea con las líneas que se ha de aprender de memoria y con las acotaciones que ella misma plantea a lo que presenta. En un juego metateatral desde el inicio.


La actriz entra en escena a través del patio de butacas, con todas las luces de sala encendidas. Encarna a un dramaturgo que ha de leer su discurso de ingreso en la Academia. La escena, diseñada por Elisa Sanz, está repleta de sillas vacías, como lo está el marco que debería acoger la imagen de Cervantes. Una mesa y un vaso de agua para el conferenciante. De esos elementos dispone la actriz, además de las luces de Pedro Yagüe,  que maneja ella aparentemente a su antojo, de su atuendo, y de su voz, la que imita, la propia, la distorsionada, la que recita fragmentos conocidos de textos, la que es capaz de dar un nuevo sentido a las palabras de un personaje como la Bernarda de Lorca, hasta hacer que creamos que, más que una tirana, es una víctima. Por eso hablaba de magia al inicio. Ya sabemos que en un monólogo, el actor (o la actriz, como apostilla ella) ha de multiplicarse en personajes y voces. Y es increíble ver cómo, con sólo quitarse el chaqué, deja de ser el conferenciante para pasar a ser una actriz a la que hace ocho años que no llaman y que se encuentra con un cometido imposible. Y hay en la composición de la actriz a veces un toque de gestualidad chaplinesca que ella misma se encarga de desmontar cuando interactúa con el público.


Y uno no puede perder ni una sola de sus palabras. La reflexión sobre la importancia del silencio en nuestras vidas, cómo puede constituirse en una arma de dominación cuando alguien lo impone, como Creonte, o en uno de resistencia cuando se es capaz de controlarlo. El silencio como gesto, como integrante de frases hechas en la vida diaria, como envoltorio que puede cambiar el sentido de las palabras, como diferencia entre él y la pausa... Un bucear sin descanso en el sentido del vacío que envuelve a lo dicho, "frontera, sombra o ceniza". Hacía mucho tiempo que no me bebía las palabras de alguien dichas desde el escenario, con los silencios correspondientes, con la avidez con la que lo he hecho esta noche.

Cuando daba clases de teatro, explicaba a mi alumnado que sin conflicto no había espectáculo. Eso Mayorga lo sabe bien. Y aparte de su hondísima reflexión sobre el silencio, su sentido, su presencia, el autor echa mano de textos dramáticos con conflicto expreso, como los de Sófocles, Chéjov, Shakespeare, en los que la actriz encarna con sólo cambiar de lugar a un personaje o a otro. Por no hablar de la confrontación expresa con el académico y la redacción de su discurso, o con el propio público, poniéndole de manifiesto la paradoja de que los apartes teatrales sean escuchados en la sala y no por los personajes que se hallan cerca, otro modo de silencio. O de las acotaciones presentes en los textos teatrales. De nuevo lo metateatral. Todo en la cabeza y en el corazón de esta mujer pasmosa que se llama Blanca Portillo. 


La función acabó entre "bravos" y aplausos rabiosos que la obligaron a salir repetidamente a saludar, no sé si desbordada, pero seguro que agotada y dichosa por la comunión que se había producido con el público. Es de esas veces que me atrevo a recomendar el espectáculo donde quiera que se represente. Magia como la que vimos levantarse poco a poco sobre las tablas se da en contadas ocasiones. Gracias a la hechicera del silencio y a cómo supo transmitirlo. Imagino que Mayorga le estará eternamente agradecido, como los que asistimos a su ritual.

José Manuel Mora.

Dejo aquí este extenso vídeo para quienes no hayan podido verlo y para no olvidarlo yo.








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