La ciudad de los vivos, de Nicola Lagioia

El horror, el horror.

De nuevo es mi amigo Pascual, experto en temas italianos, no en balde vivió por allá un montón de años y conoce bien aquella realidad, quien me pone en la pista de un autor y un título de los que no había oído hablar. No tengo más referencias. LAGIOIA, NICOLA. La ciudad de los vivos. Barcelona: Penguin Random House, 2022; trad. Xavier González Rovira (impecable); 462 págs. Con él he pasado, entre pasmado y horrorizado, casi todo el mes de junio.  La advertencia queda expresa.


Nicola Lagioia (Bari, 1973), su autor, reside en Roma desde hace años, y a la vista de lo que escribe, parece un buen conocedor de la Ciudad Eterna, ahora convertida en decorado turístico azotado por la corrupción, las mafias, las ratas y las basuras. Ha escrito varias novelas, de las que La ferocia obtuvo el Premio Strega en 2014, uno de los más prestigiosos de Italia. Hace compatible su tarea de narrador, con el periodismo cultural en La Stampa La Reppublica, dirige  el Salón del Libro de Turín, además de ser presentador en Radio 3. Y es ese tono periodístico que debe de formar parte de su adeene de escritor el que se trasluce en el libro, en el que acaba apareciendo en primera persona como alguien interesado por un terrible crimen que conmocionó a la ciudad de Roma en 2016: Marco Prato y Manuel Foffo, dos veinteañeros de buena familia, mataron a Luca Varani, un muchacho de 23 años al que apenas conocían, de familia trabajadora, y lo hicieron a martillazos y cuchilladas, después de pasar tres día bebiendo y esnifando coca sin parar, como en un escenario de ritual. Hasta aquí los hechos que se cuentan en tercera persona, como una crónica de sucesos. "Parecía que toda la desesperación, el despecho, la arrogancia, la brutalidad,  la sensación de fracaso que reinaba en la ciudad, se hubiera  concentrado en un único punto [el del crimen]" (pág. 90).


El autor, conmocionado por el suceso, comienza a recoger testimonios, a acumular noticias y documentos judiciales, a recabar información de un modo que acaba volviéndose obsesivo, en un intento de contextualizar el hecho para llegar a poder entenderlo. "Nunca había escrito crónica de sucesos, [pero] ¿qué probabilidades tenía de que me pidieran cubrir precisamente el caso del que pretendía mantenerme a distancia?" (pág. 111), tal era la conmoción que la noticia le había producido. "Era imposible que yo fuera capaz de escapar de un caso como ese" (pág. 112). ¿Cómo es posible que dos jóvenes normales fueran capaces de semejante atrocidad? Lagioia se replantea entonces el concepto de "normalidad". ¿Nos podría pasar a cualquiera? Pregunta inquietante, pues, sobre todo en la medida en que somos seres complejos y no seres unidimensionales. Marco y Manuel eran asesinos, pero no dejaban de ser dos seres humanos, como el escritor, como nosotros lectores. "El asesinato adquirió las dimensiones de un delito social" (pág. 113), amplificado por el morbo que le pusieron los medios y sobre todo el modo en que circuló en las redes sociales.


Cuanto más buscaba, cuanto más leía, más atrapado se sentía Lagioia en la historia de tres seres a los que no conocía y cuya relación les llevó a un acto tan atroz. Hay en él un deseo: "Quiero entender" (pág. 218), porque lo cierto es que en el asunto "no había ninguna motivación clásica que justificara lo que había ocurrido" (pág. 371). Y así, lo que empezó como un reportaje periodístico se le fue amplificando al escritor hasta abarcar a la ciudad entera. La città dei vivi de la que habla el título en italiano, podría ser también la de los muertos que descansan bajo tanta piedra hermosa, en medio de los atascos sin cuento, de las inundaciones recurrentes, de la suciedad que rapiñan las gaviotas, de los amaños entre los políticos que la [des]gobiernan. Y a pesar de la visión crítica que de todo ello tiene el autor, es incapaz de alejarse de ella definitivamente: "Nos llenábamos del cinismo para sobrevivir al cinismo que en Roma es la primera lección de vida" (pág. 149). La visita final a casa de Luca resulta conmovedora, con su habitación tal y como él la dejó el día de su desaparición, antes de que se supiese que no regresaría nunca. 


Los dos jóvenes asesinos fueron interrogados por los carabinieri y luego por fiscales y abogados, fueron entrevistados hasta la saciedad por los periodistas, hablaron muchísimo de sus vidas en un intento de exculparse culpando al otro, acusándose de haberse manipulado mutuamente, de haberse destrozado las vidas; no dijeron nada nunca de Luca, la pobre víctima propiciatoria, cuyos padres no lograban quitarse el dolor de su pérdida de encima. En sus declaraciones da la impresión de que se vieron arrastrados por una fuerza superior, incontrolable. Me han traído a la cabeza los ragazzi di vita de Pasolini o, como me dice Pascual, los sbirri di Tosca. Casi al final el autor parece deslizar una posible explicación a tanto horror: "Se habían dejado vencer por el miedo atávico que lleva a encarnizarse con el más débil" (pág. 408). Al fin y al cabo, lo que vemos en las agresiones callejeras a gais que van solos, a mujeres desprotegidas, a niños víctimas del acoso escolar... Todo tan conocido, tan agobiante, tan repulsivo. 

José Manuel Mora.







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