Oslo, II. Parque de Vigeland

Parques, museos, bibliotecas...

En el mismo edificio en el que se encuentra el hotel, hay un barecito donde se puede desayunar con un pequeño descuento para los clientes allí alojados. El bufé cuesta 19€. Más sobrios, tomamos un excelente cappuccino  y un tortel de canela por 8€. El vikingo que nos atiende, nos indica cómo llegar a Vigeland en metro. Sin embargo preferimos el tranvía nº 12. Con el plano delante vamos siguiendo el recorrido de este medio de transporte tan delicioso para conocer las ciudades desde una ventanilla lenta. Oslo se muestra armónica, cuidada, hermosa, pulcramente restaurada. Vemos el palacio de pasada, en la avenida que fue centro de la ciudad en otro tiempo, antes de que se volviera hacia el mar. 


La puerta de acceso, de hierro forjado, da idea de las proporciones del parque. También conocido como el de las esculturas, auténtico museo al aire libre, fue creado por el escultor Gustav Vigeland entre 1926 y 1942 a petición del Ayuntamiento de Oslo, en los jardines de su casa, cuyo taller forma parte ahora del museo. Es uno de los lugares más visitados del país. De hecho, nosotros ya estuvimos aquí y quedamos fascinados por la variedad de figuras que pueblan el parque, más de doscientas. Hace una mañana deliciosa y lo primero que llama nuestra atención es el grupo de criaturas de apenas dos años, pastoreados por un maestro que los atiende con paciencia y cariño. Buena iniciativa hacerlos disfrutar de la naturaleza desde bien pequeños. Como es temprano, no hay casi nadie, y la interminable avenida de árboles todavía desnudos, nos conduce al puente engalanado con las primeras figuras de bronce.




Se trata de figuras masculinas y femeninas, de todas las edades, solas o acompañadas. A pesar de la aparente frialdad del material, resultan enormemente expresivas debido al movimiento, a las actitudes, a las miradas. Si se goglea, se pueden ver todas ellas. No quiero, sin embargo, dejar de colgar aquí alguna de las que más me han llamado la atención. El niño con la pataleta se ha hecho famoso por la de veces que ha sido atacado con pintura o con basuras. La figura serena del abuelo de la mano con su nieto, o la de la madre que lleva en volandas, desalada, a su criatura, poseen una enorme fuerza. 



Todo conduce hacia una especie de fuente ahora vacía, con un a modo de pebetero central, sostenido por cuerpos rotundos que expresan el esfuerzo que les supone sostenerlo, a punto de que se vuelque. Se halla rodeado de muchachas núbiles, que parecen protegerse a la sombra se árboles torturados, insuficientes para darles auténtico cobijo. Se me ha olvidado señalar que todas las figuras se encuentran completamente desnudas, como en una especie de manifiesto naturista de inocencia intrínseca.




Tras la fuente, en un camino ascendente, se va llegando al obelisco que corona la pequeña colina, centro neurálgico en el que todas las miradas convergen. Todavía más duro como material es el granito, del que está hecho el obelisco, conformado por un grupo de cuerpos que se retuercen y convergen hacia el cielo. A su alrededor, a distintos niveles, el escultor cinceló una serie de personajes que reflejan todas las etapas de la vida, todos los estados anímicos, todos los modos posibles de relación. Me resulta difícil elegir alguna de las fotos, porque todas las poses y las miradas de piedra me conmueven.






Un último detalle sorprendente lo conforman los enrejados de hierro forjado que cierran el parque por el norte. Tienen una peculiaridad, y es que tanto los varones como las mujeres que aparecen en ellos lo hacen de espaldas y de frente, separados por una simetría axial que no es completa. Ver a su través las figuras de los primeros visitantes que van llegando, supone un contraste curioso. 













Hacia la salida, el parque desciende a la derecha por una ladera que da a una balconada bajo la que se despeña una pequeña cascada que vierte en un lago no demasiado grande, que seguro no hace mucho habrá estado congelado. En verano debe de ser un lugar fantástico para acogerse a la sombra. Ante la balaustrada, las últimas esculturas; todo son bronces de bebés en distintas poses y actitudes. 














Decidimos bajar andando hacia el centro, visto el recorrido efectuado por el tranvía, cuyas vías vamos siguiendo. Al tiempo, empezamos a buscar dónde podemos comer, ya que vamos teniendo asumido el horario de aquí. Ya casi llegando al centro, vemos una terraza muy concurrida, perteneciente a una cadena en cuyo nombre nos hemos fijado, "Olivia". En homenaje a nuestra sobrina, in absentia, decidimos sentarnos. Hay que esperar porque todas las mesas están ocupadas, pero una cerveza al sol no viene mal. El ambiente humano que nos rodea es de gente acomodada, oficinistas, parejas, chicas, jubilados... El nivel de vida del país se ha visto beneficiado desde que se encontraron los fondos petrolíferos del Mar del Norte. Los precios se ajustan a los sueldos que se deben de ganar. Como se trata de una pizzeria/trattoria, nosotros, después de ver pasar los platos servidos, pensamos que con unos linguini ai frutti di mare y un buen risotto vamos a quedar servidos. Redondeamos con un affogato al caffè y un tiramisú. Como señores. Curioseo en el interior, que está espléndidamente decorado.


Algo repuestos, nos dirigimos nuevamente al puerto, donde parece que confluyen nuestros pasos cada día. La razón es visitar un museo que ayer ya estaba cerrado cuando quisimos entrar. El Astrup Fearnley alberga obras de arte contemporáneo. Ya el diseño exterior advierte que las salas interiores no serán las de un museo al uso. Tampoco sus piezas.  En realidad tiene dos sedes, a ambos lados del canal, una con la colección permanente y otra para exposiciones temporales. En la primera vemos en directo nuestro primer Damien Hirst. Después del escándalo que siguió al premio Turner, sus trabajos conformados por animales abiertos en canal o completos, vacas, tiburones, guardados en formaldehído se hicieron icónicos. Ahora me parece que han perdido parte de su intención de escandalizar. Las piezas que vemos me resultan demasiado "modernas", no conecto. Y vale decir que estoy acostumbrado a ver arte contemporáneo. Pero no todo me llega. Dejo unas muestras.
























 










A la salida nos encontramos con un puesto ambulante de un gelataio napoletano que fabrica sus propios helados, conversador, divertido, buen negociante, nada que ver con la formalidad nórdica. Los cucuruchos están deliciosos. La tarde se ha ido animando conforme salen de las oficinas de la zona, y cada vez hay más gente sentada tomando una copa y disfrutando de esta primavera para ellos supongo que inesperada. Al fondo se divisa la fortaleza que esperamos visitar mañana.


Y llegamos a la Biblioteca Pública de Oslo. Inaugurada en 2020, su presencia como edificio es imponente. Alberga más de 450.000 libros y creo que merecerá una entrada especializada. Sus seis plantas permiten espacios multiusos, sala de conferencias, cine y auditorio. Se trata más de un centro cultural que lo que se entiende habitualmente por "biblioteca". No hay religioso silencio, sino educado rumor. Bajo la enorme marquesina exterior que el propio edificio conforma, hay una cafetería repleta de gente que toma copas y sol frente al fiordo.




 




























Tras un paso breve por el hotel salimos a buscar algo de cena. Hay una luz de atardecida muy especial, que rodea la sobria catedral y que ilumina tenuemente los edificios de la parte más señorial de la ciudad. Junto a la Plaza de las Flores hay un edificio en rehabilitación envuelto por completo por una inmensa bandera ukraniana. 



En el mapita del teléfono se nos anuncia la Oslo Street Food, conjunto cubierto de chiringuitos, tabernas y pubes abarrotados de gente que, más que cenar, bebe. Encontramos un mostrador griego donde pedimos una ensalada de pollo con yogur. No conseguimos bebercio y volvemos tranquilos a nuestro refugio abuhardillado. Ni siquiera tengo tiempo de escribir. Caigo rendido.

José Manuel Mora.  

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