Oslo III. Final.

Ayuntamiento, Munch, Ópera

Tras el desayuno, hoy enfilamos, paseando, descansados, la avenida que encara el palacio y que ayer vimos desde el tranvía. Giramos hacia la izquierda, hacia el mar, con ánimo de visitar el Ayuntamiento (Oslo Radhus), que destaca por sus elevadas torres de ladrillo visto. Aunque empezó a levantarse en los años treinta, la invasión del país por los nazis durante la Guerra Mundial detuvo su construcción, y no se inauguró hasta 1950. A pesar de que el exterior puede parecer un mamotreto duro y compacto, al acceder a su interior, vacío como está, quedamos sorprendidos por la altura de los techos y la amplitud de la sala, donde se entrega el Nobel de la Paz, y por los murales que adornan las paredes, que conforman una galería de arte en sí misma. Es viernes y hay cola para casarse. Los grupos familiares no son ni muy numerosos ni tan ruidosos como los de aquí. La sencillez es la norma. Una diferencia más del carácter de estas gentes discretas. Una escalera lateral de mármol blanco da acceso a la sala donde se realizan los casamientos, decorada por E. Munch. No permiten el paso a ella a los turistas, para preservar la intimidad de los contrayentes.













Las estancias que vamos recorriendo son de ceremonial con cuadros de la realeza, de reuniones, con hermosos tapices que cuelgan de las paredes forradas de seda, para banquetes, o el hemiciclo para la reunión de plenos, pintadas con motivos sociológicos o también de carácter mitológico, todos ellos muestran el orgullo de seguir las pautas de la Revolución Francesa, a pesar de ser una monarquía. Desde el balcón se divisa una magnífica vista del fiordo. No hay nadie vigilando. Se da por supuesta la corrección de los visitantes. somos los únicos.







Cuando salimos, vamos hacia el mar, puesto que la entrada a la ciudad desde las aguas está protegida por la fortaleza de Akershus, de bastiones hechos de compactos muros de piedra, fundada en la Edad Media como castillo real, fue remozada durante el Renacimiento. Hoy día es un cuartel general, una escuela de oficiales, lo que se constata al ver a tantos uniformados por la zona, y alberga varios museos, además de una capilla funeraria para los reyes de Noruega. Son más de cincuenta edificios. No la pudimos visitar, ya que está sometida a trabajos de restauración, pero nos hicimos idea de por qué nunca pudo ser tomada al asalto por ningún ejército extranjero, dada su ubicación y lo extremo de sus muros. 


Por una de sus puertas nos encontramos de nuevo en el muelle frontero a la Ópera. Se nos ocurre entrar para ver su interior, ya que la cafetería que hay instalada en el hall nos da la excusa perfecta y lo permite. La herradura que da forma a la sala está revestida en su parte externa de listones de madera, lo que contrasta con el mármol blanco de la parte externa y el envoltorio de cristal, que permite que la luz entre a raudales. Se ve a los paseantes que ascienden por las rampas que lo rodean, como hicimos nosotros el primer día. El exterior y el interior están perfectamente ensamblados. 


En uno de los paneles de publicidad se anuncia Il barbiere di Siviglia para esta misma tarde. Aunque tuvimos la oportunidad de verla en el Real de Madrid hace ya mucho años, y además estará todo vendido, no me privo de preguntar para saber los precios: 96€ patio, 86€ butaca de club, y 66€ general. Para el nivel de vida del país me parece razonable. Pregunto si queda alguna entrada y me dicen que sí, dos butacas en primera fila de club, algo laterales, lo que permite que cuesten 30€ cada una. No me lo pienso y las compro, incrédulo todavía de que vayamos a clausurar el viaje de este modo. Desde allí, cruzando un puentecillo, se llega al nuevo Museo Munch. En nuestro anterior viaje lo visitamos en su antigua sede. La nueva, abierta en 2021, es obra de un arquitecto español, Juan Herreros, que se ha preocupado de levantar un edificio de 58 metros de altura, sostenible, bajo en carbono y con exterior de acero reciclado para proteger de la luz los espacios interiores a modo de cortinillas,  y con un restaurante y bar mirador en la última planta. Su fachada, quebrada en lo alto, le da un aspecto peculiar y permite divisar el puerto en toda su extensión. Abstenerse los que tengan vértigo. 




En la planta doce, dominando la bahía y con la Ópera a nuestros pies, se encuentra el restaurante, ocupado mayoritariamente por las acomodadas jubilatas de este país, señoras que se arreglan, se juntan y salen, beben, comen y charlan, gastando su generosa pensión en celebrar la vida. El sol a esta hora rompe en astillas el mar del fiordo. La cocina aquí pretende ser de altura: pedimos ensalada con pera, y salmón ahumado cocinado con patatas hervidas y espinacas, acompañado de vino blanco, postre y cafés, por 98 módicos euros. Hay que gastar las coronas que nos quedan, puesto que si las volvemos a cambiar a euros saldremos perdiendo. El murmullo de las mesas proporciona al ambiente la placidez necesaria para un buen yantar. Los cristales de la terraza protegen del aire y todo queda diminuto allá abajo.


Se trata del museo más grande del mundo dedicado a un solo artista, Edward Munch, (Loten, 1863 - Oslo, 1944), hombre atormentado, que revolucionó la pintura de su país, y tal vez la europea, con su visión trágica y angustiada de  seres desesperanzados, solos. Hay que bajar para empezar la visita,  puesto que la exposición tiene sentido ascendente. En la primera planta cuelgan obras de artistas contemporáneos suyos y pintores que influyeron en su forma de pintar. La gente se amontona para ver uno de sus cuadros más famosos, "El grito". Hay varias versiones del mismo y se exponen de forma rotativa, con poca luz para evitar su deterioro.  Me sorprenden sus autorretratos, de enorme fuerza, tanto si son tintas, como si son al óleo. Los dedicados a la muerte son conmovedores, como aquellos en los que la mujer se muestra como una auténtica vampira o también una víctima. El Expresionismo está a las puertas. También los desnudos me eran desconocidos. Los colores ácidos se adueñan de las telas. 




En la siguiente se ha construido una sala enorme, de altísimos techos, capaz de albergar los lienzos de enorme tamaño que no habíamos visto, al no poder ser expuestos en la antigua sede del museo. Hasta aquí lo hemos disfrutado como nos gusta, con tranquilidad y comentarios. En realidad el nuevo museo está concebido como espacio expositivo, lugar de conservación y centro de estudio, donde también se dan conferencias y se realizan encuentros. 




Es realmente inabarcable. Pero se hace la hora de Il Barbiere, y hemos de pasar más rápidamente las salas finales. Basta con cruzar el puentecillo y penetramos de nuevo en el hall de la Ópera. El ambiente es distinto al de la mañana. Hay gente mayor, pero también jóvenes. Los hay vestidos para la ocasión y otros, más informales, con deportivos y vaqueros. Esto hubiera sido impensable en el Burdeos de 1972, cuando asistí a mi primera representación operística en el Grand Théatre. Parece que la cosa se democratiza un poco. 



 















El elenco está formado por cantantes noruegos, para eso se trata de la Ópera de Noruega. Salvo uno italiano, que canta el papel de D. Bartolo con una gracia arrolladora frente al bajo de D. Basilio, un pelirrojo vikingo. Han remozado la puesta  y tanto Rosina como Lindoro acaban en paños menores "por exigencias del guión". El escenario es giratorio y permite múltiples espacios para las diversas situaciones. El Fígaro del tenor es simplemente genial, embaucador, simpático, burlón, maestro de afanes e interesado siempre. El coro es deslumbrante y la orquesta suena desde el foso, dirigida con elegancia y discreción, con el ritmo justo y mostrando todo el gozo que Rossini dio a la partitura. Una lección de vida que la platea, puesta en pie, aplaudió a rabiar durante cinco minutos. Ha sido el perfecto broche de cierre a nuestra escapada primaveral a Escandinavia, con la excusa de ver a nuestra amiga Birgit y a su hija Marie.













A la salida, las calles están de viernes por la noche, pero no nos quedan fuerzas, y mañana volamos, hay que hacer maleta  y dejarlo todo preparado. Tras el desayuno, un último paseo hacia la catedral, que no habíamos visitado por dentro. El techo está decorado al estilo del City Hall, pero más feo. Sin embargo el púlpito barroco, el templete en alto y el órgano de la entrada, que suena en ese momento, hacen que la visita valga la pena. 























Tirando ya de maleta, nos dirigimos hacia la estación. Hay un "Emerson" con terraza llena de gente de la que come a las doce. Nos atiende un venezolano que habla perfecto inglés y noruego. Los migrantes se ven muy integrados. Digo "se ven", porque no hemos podido hablar con alquien para que nos contara su experiencia. Es una visión de turista accidental. Pedimos sopa de pescado  y una ensalada vegana con queso de cabra y nueces, con dos cervezonas y cafés. No bajamos de los consabidos 98€. Nos llama la atención una pieza escultórica a la puerta de la estación. Un martillo golpea con furia una esvástica. Es de 2015. Hay una leyenda en el pedestal: Valió la pena luchar por la libertad de todos los países, para todas las clases, para todas las personas. Asbjorn Sunde. Se levantó en memoria de quienes lucharon contra el invasor nazi y murieron por la libertad. De la cita me entero, naturalmente, gogleando. 


Mientras tomamos el café, comentamos la suerte que hemos tenido con un tiempo tan benigno, conscientes de la extrañeza de volver a viajar sin mascarillas, contentos de haber redescubierto esta bella y armoniosa ciudad, que creíamos conocer y que nos ha dejado la posibilidad de volver a disfrutar de ella. En veinte minutos de tren estaremos en el aeropuerto y a las siete de la tarde en casa. ¡Qué dura la vida del turista! 

José Manuel Mora.

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