La autora (Bilbao, 1953), es una enamorada del mundo grecorromano, de la belleza que emana lo allí creado: "La belleza es lo único que salva al ser humano de la absoluta soledad" (pág. 12). Además de escritora, traduce (leí la traducción que hizo de
Adiós a Berlín, de
Isherwood), investiga y es una gran viajera, movida por sus intereses de estudios antropológicos. El título que comento se publicó originariamente en 2009, y dado su éxito fue seguido de
Viajeros por Italia y Grecia (2015),
Los senderos del mar (2017) y
En tierra de Dioniso (2021). Y si he introducido la reseña con la cita de
Serrat tal vez sea porque tanto la escritora, como el cantante, y yo mismo, compartimos un sentir frente a estas aguas: "El Mediterráneo quizá sea también nuestro destino" (pág. 13). Con veintitantos años hice mi primer viaje a Grecia, adonde luego he vuelto un par de veces más, y recuerdo la magia experimentada en Cabo Sunion cuando, al atardecer, y mientras los turistas aplaudían al sol que se ocultaba, yo descendí la pronunciada pendiente, me desnudé y me sumergí en aquellas aguas entre doradas y malvas, con un deseo intenso de gritar, aunque nadie pudiera oírme. Ha habido momentos, leyendo este libro, en que he pensado que alguno de sus protagonistas parece que experimentó una epifanía semejante.
El primero de ellos,
Johann Wincklemann (1717-1768), quien dinamita el canon barroco para sustituirlo por el Neoclasicismo, dado que "si queremos alcanzar la perfección, es preciso imitar a los antiguos griegos" (pág. 23). De hecho, "no sólo estableció un canon estético, sino que ofreció un contexto histórico y filosófico que justificaba y ensalzaba el amor entre hombres" (pág. 41).
Conforme avanzaba la industrialización "las almas sensibles [...] se volvían hacia el sur en busca de la Arcadia perdida" (pág. 45). Su tarea arqueológica lo llevó a viajar a Roma y sentó las bases del interés de los jóvenes centroeuropeos por iniciar el grand tour, imprescindible para consolidar una buena formación. Fue asesinado en su habitación de Trieste por un golfo de poca monta.
El barón alemán
Wilhelm von Gloeden (1856-1931) es el siguiente de la lista de integrantes que buscaban "un lugar alejado de los circuitos turísticos" (pág. 46), inicialmente para pintar, aunque acabó decantándose por la incipiente fotografía. Se instaló en Taormina, a la que calificó de "paraíso en la tierra", para intentar curar su tuberculosis. Una vez allí trató de "recrear su particular Arcadia, un mundo cerrado, atemporal, en el que sólo tenía cabida la belleza masculina, encarnada en los cuerpos desnudos de los muchachos del lugar" (pág. 49), aprendices, pescadores, arrieros, transformados todos en falsos pastores de aspecto desaseado o faunos, o bien héroes homéricos, que cobraban por posar. El ser rico y vivir con su hermana hizo que seguramente fuera bien aceptado en pueblito tan atrasado, antes de que fuera invadido por las hordas turísticas.
Supo vender bien sus fotografías, convertidas en postales, y se hizo famoso en toda Europa. "Para los iniciados, el homoerotismo de su obra transmitía un mensaje con implicaciones estéticas y políticas" (pág. 54). Los invitados a su casa eran numerosos y conocidos, incluida la realeza de algunos países. Se había convertido en "un icono gay" (pág. 66) avant la lettre. Tan es así que sirvió de inspiración a pintores de la época, como Hippolyte Flandrin, quien partió de la foto que reproduzco a continuación para su Joven junto al mar.
Tan enraizados acabaron estando en la isla él y su hermana que en ella murieron y allí fueron enterrados. "Gloeden recreó, a la medida de sus sueños, una Grecia que nunca había existido y que celebraba la eterna juventud y la belleza de los efebos. Un paraíso terrenal que representaba la patria perdida de los homosexuales". (pág. 67).
Quien viene a continuación es Axel Munthe (1857-1949), médico, psiquiatra y escritor, que se enamoró a los 18 años de Capri, isla pobrísima entonces, y decidió pasar el resto de su vida en ella, donde se construyó una villa en el lugar donde se decía que el emperador Tiberio tuvo la suya. La nombró "San Michele" y ese fue el título de la novela que lo hizo famoso en toda Europa: La historia de San Michele (1929). Fue médico particular de la reina de Suecia, quien pasaba temporadas en la isla. Su filantropía lo llevó a tratar a pacientes que carecían de recursos, y a luchar contra la peste en Nápoles: "Tener compasión y un poco de valor son dos cosas que garantizan una vida aventurera" (pág. 76). Para aquel nórdico de tierras de escasa luz fue un gozo "la revelación inesperada y chocante que supuso su encuentro con una cultura y un paisaje que amaría el resto de su vida" (pág. 70). Allí, disfrutando de unas vistas casi aéreas, recreó una villa casi romana, llena de esculturas, pérgolas y balaustradas sobre el mar, "construida como homenaje a la luz del Mediterráneo" (pág. 94).
Se fue haciendo de costumbres cada vez más frugales y, aunque fue médico de moda en Roma, volvía a su isla a cultivar la tierra: "He aprendido la gran regla de la sabiduría, por la que no deberíamos tratar de satisfacer nuestras necesidades, sino de reducirlas" (pág. 82). Moderno, él. También aquí ha viajado la escritora para conocer de primera mano los lugares que enamoraron a sus "peregrinos" y también ella se sintió fascinada por el enclave y las vistas que se pueden disfrutar desde lo alto.
D.H. Lawrence (1885-1930), británico, es caracterizado por la autora como "el adorador del sol" (pág. 113). Amenazado por la tuberculosis declaró: "El sol es mi necesidad más íntima" (pág. 114). Perteneció al círculo de
Yeats,
Wells,
Pound, aunque no gozó del aprecio de
V. Woolf. Se fugó con la que era mujer de un profesor suyo. El éxito de
Hijos y amantes (1913) hizo que se decidiera a ser exclusivamente escritor, junto al lago de Garda. "Quiero reunir veinte almas y zarpar de este mundo de guerra y sordidez y fundar una pequeña colonia en la que no haya dinero sino una especie de comunismo para solventar las necesidades de la vida y donde reine una auténtica decencia" (pág. 125). Y llegó después
Mujeres enamoradas (1920) y su traslado a Sicilia, y un viaje de una semana a Cerdeña donde despotricó de los sardos, como antes había hecho de los sicilianos. Le ofrecieron la posibilidad de una casa en Nuevo México y la pareja no lo dudó. Junto a su rancho había un pino enorme que fue inmortalizado por
G. O'Keefe.
Acuciado por la tuberculosis, la pareja volvió a Italia, a Florencia, donde terminó El amante de Lady Chatterley (1928), que los editores ingleses prohibieron por escandalosa. Acabó publicándola él mismo. El éxito fue rotundo, lo que le permitió dedicarse a su último libro sobre el mundo etrusco, "cuya descripción adquiere, bajo su pluma, la intensidad de una plegaria" (pág. 130). Próximo a la muerte como estaba, "eligió escribir sobre la plenitud y la belleza de la vida" (pág. 133). Al siguiente de los elegidos por Belmonte ni siquiera lo había oído nombrar.
Norman Lewis (1908-2003), este periodista británico, novelista y viajero impenitente, tuvo ocasión de presenciar el desembarco aliado en Italia y de esa experiencia nació "uno de los diez mejores libros escritos sobre el conflicto bélico" (pág. 137), Nápoles, 1944. Viajó luego por Indonesia, Vietnam, Birmania, India, América Latina, la España anterior a la guerra civil, de donde salió su Spanish Adventure, su primer libro. A raíz de un viaje a Brasil, fue testigo de las atrocidades cometidas por el propio gobierno y fundó Survival International para la protección de los pueblos indígenas, que todavía sigue operativa. Fue un hombre de luces y sombras. Se casó con la hija de un siciliano, aparentemente un oscuro capo mafioso. La pareja consideraba "el amor romántico una invención de los novelistas victorianos" (pág. 148). La relación se truncó tras un viaje a La Habana. Entró en el Servicio de Inteligencia durante el conflicto mundial. "Su libro sobre la guerra y la condición humana discurre como un magistral diálogo entre lo sublime y lo grotesco, la farsa y la tragedia" (pág. 156). El escritor no ofrece en él "carnaza sino piedad" (pág. 158). El Vesubio fue otro de los componentes de su experiencia napolitana con su erupción de 1944 (vid. los vídeos en You Tube).
Tras todos estos enamorados de lo italiano, el libro da un giro y se orienta hacia Grecia. Henry Miller (1891-1980), neoyorquino, bohemio del París de entreguerras, autor erotómano de los famosos Trópico de Cáncer (1934) y Trópico de Capricornio (1939), ambos prohibidos en la pacata sociedad estadounidense, conoció a Lawrence Durrell, quien vivía por entonces en Corfú y lo invitó a que lo visitara. "Miller le volvió a prevenir sobre su falta de interés por los griegos y su venerable civilización. Confiesa que lo que le atrae de Grecia es el sol, el agua, el vino de resina y las pequeñas islas azules" (pág.182). De aquella experiencia nacería El coloso de Marusi (Teodoro Stephanides), "considerado por algunos el libro más influyente sobre Grecia [...] y por otros el mejor libro de viajes jamás escrito" (pág. 174). La cita que incluye la autora del propio escritor es definitoria de lo que le supuso su estancia: "En Grecia, uno siente el deseo de bañarse en el cielo, librarse de la ropa, correr y, de un salto, sumergirse en el azul" (pág. 183). He de confesar que yo he experimentado ese sentimiento y esa necesidad. "Miller daba comienzo a un viaje iniciático [...] a través de un reino de la luz [...] un mundo que estaba a punto de desaparecer bajo la ocupación nazi, la guerra civil y la devastación de la posguerra" (pág. 185). Recorrió Delfos, Epidauro, Micenas, Eleusis. "Con unas sabias pinceladas, Miller es capaz de transmitir al lector toda la inmensa fuerza telúrica de esos antiguos lugares" (pág. 188).
Patrick Leigh Fermor (1915-2011), muy amigo de otro escritor andariego como él, Bruce Chatwin, fue otro de los londinenses fascinados por el mar de Kardamyli y los templos ortodoxos emboscados entre pinos y cipreses. Con 18 años decidió viajar a pie desde Holanda hasta Constantinopla, adonde llegó dos años más tarde. Desde allí se dirigió al Monte Athos. Lo inició en 1933 y acabó plasmando su experiencia en el libro El tiempo de los regalos (1973). Durante la conflagración mundial tuvo que viajar a Creta como miembro de una compañía de operaciones especiales, donde participó en la resistencia contra los alemanes. Acabó aprendiendo griego, claro.
Paddy, su nombre familiar, se enamoró de un país que, "como aspirante a escritor, le resultaba absorbente y estimulante" (pág. 224). Acabó eligiendo Mani, en el Peloponeso, como lugar de residencia junto a su mujer. La autora recorrió también la zona del Taigeto, "uno de los territorios más solitarios y hermosos de Grecia" (pág. 228). Tal vez por eso los Fermor eligieron el lugar para levantar su residencia: "No hay ni una casa a la vista, nada, salvo dos puntas rocosas, una isla enfrente a un cuarto de milla con una capilla en ruinas y una gran extensión de agua brillante, sobre la que puedes ver ponerse el sol hasta el último rayo. Es la Grecia de Homero" (pág. 230). Como última curiosidad cabe señalar que cruzó a nado el Helesponto a a los sesenta y nueve años. Un tipo aventurero y vital.
Kevin Andrews (1924-1989) fue otro de los conversos al modo de vida griego, "se convirtió en griego, en griego montaraz e indómito que no tuvo problema en recorrer a pie el Peloponeso en plena guerra civil para cumplir el encargo de cartografiar fortalezas bizantinas y venecianas" (pág. 233). Adoptó costumbre y vestimenta de los pastores que frecuentaba y luchó contra la junta militar de los coroneles. Escribió The Flight of Ikaros ("Viaje por Grecia durante la guerra civil", 1959) con tanto éxito que se reeditó en dos ocasiones más. Solicitó y obtuvo la nacionalidad griega y renunció a su pasaporte estadounidense, algo poco frecuente. "Se había convertido en ciudadano de una Grecia desaparecida; la que él había amado" (pág. 249). Con 64 años, conservaba un cuerpo musculoso y atlético. Y en la isla de Citera decidió realizar a nado una travesía de cinco kilómetros hasta un islote próximo. Como un Ícaro fulminado por la luz, o por el cansancio, dejó de bracear y se ahogó.
El último de los "peregrinos" es
Lawrence Durrell. Tengo muy fresco el visionado de
Los Durrell , serie con la que tanto disfruté y que me provocó un deseo de conocer Corfú, isla de la que apenas poseía información. Larry era el mayor de los hermanos (1912-1990) y también el que logró mayor éxito con su famosa tetralogía,
El cuarteto de Alejandría, ya comentada aquí. Tras viajar a Grecia se convirtió en un "islomaníaco". De estos saltos entre islas salió una trilogía:
La celda de Próspero (Corfú),
Reflexiones sobre una Venus marina (Rodas) y
Limones amargos (Chipre). Y su recorrido vital estuvo pleno de aventuras y de conocimientos humanos, como cantaba Llach en su
Viatge a Ítaca. "Los libros de Larry sobre las islas griegas enseñan a ver cosas que pasan desapercibidas para la mayoría de ojos mal entrenados, pero no para la mirada de un poeta. Son libros inútiles para quien busca una guía de viajes, pero un tesoro para quien desea conocer cosas tan imprescindibles como el origen de la expresión homérica
Eos, la aurora de rosáceos dedos" (pág. 257). Durrell consideraba, tras vivir a fondo la vida de las islas, que "el paraíso griego está destruido, pero sigue siendo bello" (pág. 278). Y a pesar de tanto destrozo vivido desde la crisis de 2008, estoy deseando volver a ponerme en camino, a sabiendas de que las miles de islas son inabarcables, pero tal vez sea suficiente con elegir como él dos o tres e ir a pasar un mes entre pinos y olivos, frente ese mar de azul incandescente, con un único objetivo, el que se lee en las tumbas de Rodas como lema para vivos y muertos: "Sed dichosos". Gracias a Belmonte se me ha despertado de nuevo mi afición helénica y he conocido a un grupo de peregrinos de los que apenas sabía nada. La profunda documentación me los ha acercado humana y literariamente.
José Manuel Mora.
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