Como una cabra
Esta vez la recomendación no ha sido acertada, por lo menos en lo que a mis gustos se refiere. Luego diré por qué. Y eso que el escritor es de los prestigiosos y me lancé a ello con interés. Bellow, Saul. Herzog. Barcelona: Ed. Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2012; trad. Víctor Campos. 450 páginas, con un tipo de letra que me ha dificultado la lectura, dada mi incipiente catarata. La cubierta es una sugerente foto en B/N de Elsa Suárez.
Moses Herzog, el protagonista, profesor universitario de prestigio, a sus 47 años se propone revisar su vida entera y entonces "se dio cuenta de que lo había hecho todo mal" (pág. 12). Y aquí tenemos una tercera persona que narra y que se alterna con las reflexiones de este hombre expresadas en primera y entrecomilladas. Todo ello se completa con la infinidad de cartas que va redactando, que aparecen en cursiva y que se escriben en primera también. Lo encontramos en pleno conflicto matrimonial con Madeleine, de quien se está separando, al tiempo que mantiene relación con Daisy, su primera esposa para velar por Marco, el hijo de ambos. La "plural historia de su corazón" se completa con una amante, Ramona. Para contar todo esto Moses habla sin parar, consigo mismo o con los destinatarios de sus cartas. "Él sabía perfectamente que sus notas garabateadas, su escritura de cartas, era ridícula. Era involuntaria" (pág. 22). Y con el siguiente retrato me puedo aproximar a la razón por la que me he sentido fuera de la historia: "Moses Herzog, un tipo bobo, falto de sentido práctico pero ambicioso intelectualmente y, también, algo arrogante, un tipo consentido, un inútil" (pág. 46; la cursiva es mía). Como todo le sale mal, huye de los sitios donde se siente desgraciado, en una huida hacia delante que no le posibilita nunca alcanzar el sosiego que necesita, porque los conflictos muchas veces están en su cabeza, como forma de neurosis. En ocasiones su reflexión es un auténtico flujo de conciencia barnizado de sarcasmo. A veces se deja llevar por una expresividad metafórica intensa. "El sol parecía encerrado en una botella fría" (pág. 40). O bien, "Las montañas melladas de chatarra sangraban óxido en los charcos" (pág. 192). Y una última para retratar la ciudad de Nueva York: "Un globo huido escapaba como esperma negro y espeso hacia el crepúsculo anaranjado" (pág. 240). Antes de concluir, es posible que el personaje tuviera concomitancias con el de la novela anterior (El seductor, de Singer), también judío emigrado, también algo inúti. Me he quedado fuera, pero la he terminado. Tal vez otro lector (genérico) la pueda disfrutar más que yo.
José Manuel Mora
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