Hacia la Marina Lucense: Lugo

Paso por Lugo y alrededores

El vuelo directo a Santiago nos permite llegar a nuestro destino en apenas una hora. Tras sobrevolar Tabarca y el Cabo de las Huertas, conforme nos adentramos en la península, la tierra se vacía. Hay restos de incendios y después las nubes lo cubren todo. Al descender, mil matices de verde nos reciben. Los eucaliptos alzan sus puntas verticales, como en disposición para ser lanzados a herir el cielo de la tarde. Qué bueno aterrizar en un aeropuerto que se llama "Rosalía de Castro". Su presencia nos acompañará en distintas etapas del viaje. En el interior del antiguamente llamado de Lavacolla por su ubicación junto a esta aldea, hay una enorme escultura de Leiro, trabajada a hachazos en madera, como suele, enormemente expresiva.

Recogemos un Peugeot 208 tan flamante que parece nuevo y tan moderno que no tiene llave para arrancar. Me familiarizo pronto. Y por una autopista embarrada de grisalla nos plantamos en Lugo en hora y media. El hotel en el que nos vamos a alojar queda extra muros, dicho con toda propiedad en esta ciudad amurallada, donde alguna vez estuve y de la que no recuerdo nada. Cuando salimos en dirección al centro vamos en contra de una marea humana y familiar que regresa del último día de la feria de S. Froilán: tómbola, churros, música, como las de mi infancia. Pasamos por una de las diez puertas del recinto levantado por los romanos, hacia la zona de tapeo. Dejamos atrás el Ayuntamiento y nos adentramos en unas callejas estrechas llenas de taburetes y pequeñas mesas altas donde la gente bebe y charla como si fuera sábado. Pienso siempre en los vecinos de estas "zonas", los pobres.

Es tanta la oferta, que no sabemos dónde entrar y lo hacemos a voleo, en "La Cosechera, 1977", porque su interior no está abarrotado. Y allí se produce nuestro primer descubrimiento, el godello, un vino blanco, no demasiado afrutado, que preferimos claramente al albariño. La tosta de lacón con grelos o la de lacón con cebolla caramelizada y queso rolo, son monumentales. Aquí cada bebida viene acompañada de una tapa cortesía de la casa. Además los precios son más que razonables. La vuelta al hotel nos sirve para hacer algo la digestión. Esto no ha hecho más que empezar, y con buen pie. No quiero dejar la bitácora, para que no se me acumulen los recuerdos y se mezclen.


A la mañana, no muy lejos de la capital,  hay un par de cosas que pretendemos ver, aleccionados por mi hermano, experto en Historia del Arte: el primero, en Mera, es una basílica tardorromana, Santa Eulalia de Bóveda, que se sostiene en unas curiosísimas columnas y que mantiene restos de pinturas parietales primitivas y hermosas. Todo no sale siempre bien. Había que avisar de nuestra llegada y, como no lo hemos hecho, no hay nadie para enseñarla. Dejo aquí constancia de ello, para quien se aventure por aquellos parajes de cuento, entre bosques de castaños de troncos retorcidos envueltos en musgo amarillento, donde uno puede perfectamente creer en la existencia de meigas y trasgos. Junto al camino aparecen los primeros peregrinos cargados de sus mochilas, éstos, alemanes. Descansan junto a un lago quieto y gris, artificial, a partir de las aguas del río Jambre.
























El segundo lugar que queremos visitar es Sobrado dos Monxes, monasterio cisterciense que, a pesar de sus orígenes románico-góticos, luce una fachada imponente del siglo XVII, con el característico horror vacui barroco, con dos torres de sesenta metros de alto y una decoración que recuerda alguna de las que visitamos en Sicilia. Sirve todavía de albergue de peregrinos, con un primer claustro herreriano, que es el lugar de acogida de los que llegan pidiendo posada. Estamos solos y la visita nos puede transportar a otros tiempos. El segundo,  de los claustros, el "de las caras", inicialmente del XIII, más recoleto, servía para que los monjes procesionaran sin mojarse y en su parte superior luce unos medallones con retratos muy conseguidos. El tercero, llamado Claustro Grande, no se vista, por reservarse a los que allí viven. Reina el silencio más absoluto, roto tan sólo por las campanas que dan la hora. La sala capitular, octogonal, es de un gótico sobrio y elegante, así como una cocina de robustas columnas.






Pero cuando llega la sorpresa es al entrar en la iglesia. Si el exterior ya era imponente por sus torres y decoración, no esperábamos un interior completamente desnudo, de bóvedas altísimas de cañón, y con una cúpula semiesférica, que sobrevuela el crucero sobre pechinas adornadas con escudos, ya barroca. Posee una sonoridad reverberante que podría animar a cantar, aunque uno se contenga. Al fondo, el coro elevado. Un arco lateral, con bóveda acañonada y al biés, a la derecha del altar, da paso a la sacristía, que resulta ser de proporciones perfectas, con una cúpula adornada de casetones y que se apoya sobre pechinas, elegantísima, muy renacentista, casi salmantina. Una luz gris y desvaída penetra por los ventanales laterales. El arco de la izquierda da paso a la capilla del Sagrario (XVII) y tiene también su correspondiente cúpula y enterramientos de personajes ilustres.


















Tras la Desamortización del XIX, quedó bastante deteriorado por el abandono, pero la restauración está hecha con tino y parece evidente que el conjunto es uno de los mejores exponentes del barroco gallego y ha sido catalogado como BIC. Se nos ha hecho la hora de comer y el propio fraile de la puerta nos recomienda "La Real", de comida casera a buen precio. Y así resulta ser: caldo con grelos, calamares y flan de café (12€), en una sala con vistas a la campiña, mientras unas surcoreanas intentan explicarse con la que atiende, muertas de risa. ¿Qué entenderán de todo esto viniendo desde tan lejos y de una cultura tan distinta? ¿Qué curiosidad los trae desde la otra parte del mundo? Les deseamos "buen camino". 


Tras descansar en el hotel, volvemos a atravesar la que es considerada la muralla romana mejor conservada, no sé si de Europa. Y en seguida estamos en la catedral, a la que se accede previo pago de 6´5 €. En el ábside gótico, al norte, destaca la Torre Vieja. La fachada a poniente es enorme, expandida hacia los lados, coronados por sendas torres campanario, me recuerda a la de Noto, pero demasiado neoclásica para mi gusto. Su interior tiene una nave central interrumpida por un coro bellamente cincelado en cada asiento, y con dos órganos imponentes encarados en lo alto. Hay poca luz, lo que hace que el retablo barroco del altar mayor, en el que se expone de forma perenne el Sacramento, mármol, oro, plata, cristal, resulte más restallante todavía. En el deambulatorio se encuentra la imagen de la patrona, la Virgen de los Ojos Grandes, tan barroca que parece mexicana. Lo novedoso de este interior es que en los testeros del crucero están ubicados dos de los retablos renacentistas más hermosos que recuerdo, una vez que se retiraron de su lugar original tras el terremoto de Lisboa. 


No visitamos el museo catedralicio, pero sí el vacío claustro lateral donde la luz empieza a ser más discreta, dada la época del año en que vamos entrando. Lo que sí hacemos es penetrar en la iglesia de S. Pedro, de los franciscanos, de un gótico sencillo, con una sola nave que culmina en tres capillas en un ábside plano, algo poco frecuente. Y el correspondiente claustro, más recoleto, con columnas románicas geminadas, un pozo y un único árbol, como esperando que alguien escriba un poema en el lugar, aprovechando que está completamente desierto, salvo por los sarcófagos de piedra vacíos adosados a los muros, sobre un suelo de piedras en espiga.


Junto al templo, el Museo Provincial alberga piezas desde la edad del Hierro, con los famosos toques de Burela, en oro macizo, o los mosaicos romanos del siglo III, que se pueden ver desde lo alto gracias a una inteligente ampliación de 2010. Hay también, en sus veinticinco salas, arte sacro, imaginería que va del románico al barroco, una colección de dibujo y grabado de autores gallegos, una cocina conventual con elementos etnográficos muy curiosos... En definitiva, un museo que merece seguramente ser visitado con más tiempo y detenimiento que el que nosotros le dedicamos, ya que estaba próximo el cierre.
 

Con una luz moribunda subimos al adarve de la muralla y la empezamos a recorrer, como hacen muchos paseantes locales o los corredores, que consideran que es un lugar adecuado para hacer sus casi dos kilómetros y medio, lejos de coches y humos de un rally ciudadano que atruena con su petardeo inmisericorde. 


Regresamos al hotel y en el mismo bar nos sirven una ensaladilla de camarones y tomate con ventresca. No da el día para más. Mañana empezamos el viaje propiamente dicho.

José Manuel Mora.

 
  








 











Comentarios

Unknown ha dicho que…
Magnifico reportaje. De aplauso