En lo profundo
Salimos del hotel con viento y orballo. Nuestro primer destino es Sarria, un pueblecito encaramado en una loma, a la que se llega por calles empinadas y en lo alto de la cual hay instalado un mercadillo de verduras, ropa, zapatos, paraguas, de los trashumantes, de los que se establecen cada día en un concello diferente, y que se ubica bajo techado, dada la meteorología de la zona. La gente conoce a los tratantes, latinoamericanos, magrebíes, del terreno, compran y discuten en varios idiomas, y pelean unos gramos en la romana, igual a la que manejaba mi abuela. Es tiempo de castañas. Más abajo, en otro puesto, una señora hierve un buen pulpo. Es pronto todavía para hincarle el diente. En el pueblo hay un montón de posadas para los abundantes peregrinos que desafían el agua y el viento en esta mañana desapacible. Buena industria la del Camino, que ha revitalizado pueblos casi muertos.
Nuestro propósito es visitar allí el Monasterio de la Madalena, un edificio cuadrangular, con un lateral elegantemente sobrio a cuya puerta hay que llamar para que el único fraile de guardia permita el paso a un interior con un claustro de los que tienen suelo de espiguilla, formado por piedrecitas grises que conforman curiosos dibujos. Desde él se pasa a la iglesia, con bóveda de crucería, que desemboca en un retablo perfectamente encastrado en el ábside. Hay capiteles románicos sencillos y expresivos y algunas tumbas de piedra durmiente. Somos los únicos visitantes.
A unos 15 kms hacia un horizonte que los montes van cerrando, cubiertos de un verde mate, esponjoso y húmedo, se encuentra el Monasterio de san Julián de Samos, que aparece imponente a lo lejos, encerrado entre lomas sin aparente salida. Fue desamortizado en tiempos de Mendizábal, y vuelve a estar en manos benedictinas, pero las visitas por libre no están permitidas, tienen que ser guiadas y la próxima es ya por la tarde. Le vamos dando la vuelta a su exterior y cruzamos un puentecillo sobre el río Sarria, junto al antiguo huerto del farmacéutico del que fue cenobio.
Nos recomiendan comer en el "Alboroque", comida de pueblo bien hecha. Lo regenta una muchacha que ha ejercido de guía en la última visita al monasterio. El interior es cálido, con piedra vista horizontal en los muros y vigas de madera, con mobiliario del XIX, que parece que la propietaria colecciona. Bajo el botellero, una pequeña biblioteca. Todo es muy auténtico. La música que suena levemente de fondo es setentera y resulta perfecta. Sólo nos acompaña en el yantar una pareja de peregrinos, que han llegado pedaleando desde Holanda. Muy divertidos y bien equipados. Nos preparan caldo gallego, ensalada de perdiz escabechada, croquetas y flan de café, todo regado con el imperdible godello. Entablamos conversación con la chica. Nos cuenta que abrieron el verano de la pandemia arriesgando mucho, al invertir en la restauración y la decoración. Fala galego y sin embargo sus hijos son castellanohablantes. La proximidad de la universitaria Santiago hace que el idioma no esté infravalorado. Considera que debe servir para aunar a las gentes, además de la riqueza que supone.
Y por fin nos disponemos a realizar la visita grupal, guiada por un monje con mascarilla que sabe de lo que habla. El claustro grande, el mayor de España, es neoclásico (s. XVIII), de tres alturas, con una escultura del P. Feijoo en su centro, y el pequeño, de imitación gótica (s. XVI), se llama "de las nereidas", por tener una fuente barroca en su centro con estas figuras mitológicas.
Mañana será día de visitar lo que se conoce como el Escorial gallego. Como no solemos investigar previamente, nos dejaremos sorprender.
José Manuel Mora.
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