De castillos, pazos y escoriales
Amanece cubierto. Cosas de la Galicia otoñal. Desde lo alto de la ventana del Parador se divisa un horizonte interminable. Y con la luz del día se ve la armonía del patio claustral de tres alturas. Bajamos andando hacia lo que se conoce como la Judería, que ha sido algo rehabilitada y que muestra casas de una sola altura con balcones de madera y algún mirador. Se adentra uno en ella a través de unas portalones de piedra de doble arco. Por encima de nuestras cabezas sobrevuelan los restos de la fortaleza, como si de una ruina romántica se tratara. No hay nadie por las callejas, limpias y con algún brote de color que las anima.
Conforme nos adentramos en el pueblo, se ve más animación, amas de casa, escolantes, jubiladas que toman café... Las imitamos. En la televisión dan noticias y nos enteramos de la dimisión de Miss Truss, que dios confunda. Pasamos por el punto de información y con un mapita de papel nos dirigimos al edificio de los Escolapios. Sus cien metros de fachada granítica nos dejan atónitos. Las ventanas son el único adorno de la edificación, de ahí el adjetivo de "escurialense". Hasta la tarde no hay posibilidad de visitarlo, así que volvemos al Parador, a coger el coche para dirigirnos a visitar el Pazo de Tor, que había sido propiedad del linaje de los Garza, desde que se levantó en el s. XVIII, hasta que su última propietaria lo donó a la Diputación lucense en 1993, razón por la cual ha quedado constituido como museo de visita gratuita y guiada en nuestro caso por Tar, un experto preparadísimo que nos atiende sólo a nosotros. No se pueden hacer fotografías, cosa rara.
La construcción tiene forma de U y está orientada al SE para aprovechar al máximo la luz. El salón de entrada sirve de punto de distribución a las habitaciones. Como gente de posibles, junto al dormitorio principal, con dosel, se hicieron instalar una bañera de mármol, un retrete de porcelana británica floreada; más allá una sala de juegos con billar, ajedrez, cartas; otra dedicada a la música con órganos y pianoforte, y una más para estar y recibir visitas, coquetísima; hay también una capilla oratorio y una biblioteca que no veremos por no estar el bibliotecario, aunque nos informan de que posee unos fondos importantes. Me quedo con las ganas.
El mobiliario de época se ha mantenido cuidadísimo, posee una colección de armaduras y abundantes pinturas. En el exterior, un jardín de inspiración francesa con formas geométricas curiosísimas. Se concibió, como todos los pazos, para ser autosuficiente, por lo que la planta baja estaba dedicada a las habitaciones de la servidumbre (el up and down no lo inventaron los ingleses). Y en esas dependencias hay un telar, una zona de carpintería y en la parte de las caballerizas, espacio para el palafrenero, el herrero y una espléndida colección de carruajes con los que la última propietaria bajaba a la ciudad. La visita dura hora y media durante la cual no dejamos de admirarnos, no sólo de lo que vemos, sino de todo lo que socialmente supone la existencia de los pazos.
Al adentrarnos en él, la lluvia abrillanta las piedras herrerianas del claustro mayor. El menor está en obras, con lo que no lo podremos ver. La iglesia, sí, con su imponente cúpula semiesférica de treinta metros de altura. El retablo, de madera de roble, sorprende por las figuras en alto relieve situadas en la primera franja. Santa María la Antigua, en un plano superior, queda más desdibujada, y coronándolo todo la figura del de Loyola. Queda la sacristía, armónicamente cuadrangular, con un Greco joven y cinco apóstoles de A. del Sarto, que parece que fueron "vestidos", dada la presencia corporal de los mismos.
Cuando salimos, aún nos quedan arrestos para ir paseando hacia el Museo de Arte Sacro, ubicado en el convento de las Clarisas. Todo son relicarios, casullas ricamente bordadas en oro y plata, colecciones de chapines arzobispales, orfebrería variada, hasta que llegamos a la única pieza que da sentido a la visita, un Cristo yacente de G. Fernández, muy vallisoletano.
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