Ribadeo

En la frontera

Ha estado lloviendo toda la noche, pero el amanecer sólo está gris y húmedo, bien gallego, con la luz durmiendo aún en las aguas calmas de la ría del Eo.


Cruzamos por última vez el puente y vamos hacia el este; en tan sólo un cuarto de hora de eucaliptos chorreantes estamos en San Cibrao, donde una pequeña península, en la que se alzan dos faros, se une a tierra firme por un estrecho brazo de tierra que deja a ambos lados sendas playitas que en verano deben de dar mucho juego. Ahora están vacías, claro. El Museo Provincial del Mar está a estas horas cerrado. No sabemos si será interesante. Desde lo alto del promontorio se divisa la costa a un lado y a otro, con unos farallones que se adentran en un mar espumeantemente tranquilo. El faro decimonónico es de duro granito, y a su lado tiene otro más moderno pintado de blanco. ¿Servirán los dos? 













Al fondo, se vislumbran las edificaciones de la planta industrial de la multinacional ALCOA, al parecer cerrada en la actualidad y pendiente de su reapertura para 2024. Algo sabemos de ello en Alicante, donde también hubo problemas con una de las pocas industrias de la ciudad. Un mirador metálico, de corte industrial, sobrevuela el acantilado y provoca cierto vértigo al aproximarse a su barandilla de metal con cierre de cristal transparente. Al bajar del faro nos tomamos un café con churros de los de antes. 


Seguimos viaje hacia Cervo, donde hay que desviarse para llegar a Sargadelos con intención de visitar la famosa fábrica de cerámica de característicos tonos azules. Para mí es a la vez un homenaje a mi amiga Soco, que fue quien me la descubrió. La planta, que se puede visitar, es a la vez museo y tienda. A la entrada hay unas figuras reconocibles. Me fotografío junto al padre de las letras gallegas, Castelao, que murió tan lejos de su tierra, exiliado, y que ahora mira eternamente al paisaje que se abre ante él.


No hay turistas y la visita a la fábrica la hacemos con tranquilidad, entre las operarias, son mayoría las féminas, aunque también trabajan varones, que dan forma, preparan los moldes para rellenarlos de caolín líquido, bañan las piezas una vez han salido de los hornos y las barnizan y pintan una vez secas. Todo se hace con un cuidado exquisito. Las piezas son delicadas y, aunque no todas me gustan, las hay muy hermosas. En la tienda me entran tentaciones de comprar un juego de desayuno, pero pienso en el vuelo de vuelta y se me quitan las ganas. En el patio de entrada hay unas figuras algo más pequeñas: Rosalía y Valle, los otros dos patriarcas del galleguismo.


Desde aquí vamos hacia Burela. Un tímido sol se va abriendo paso y, cuando llegamos al que es uno de los más importantes puertos pesqueros de España, luce ya con algo más de gana. El olor a mar nos envuelve. Los colores de los barcos vuelven a ser brillantes y se reflejan en aguas de estaño derretido. Los domingos no se sale a la mar y la actividad portuaria es de lunes. Buscamos dónde comer y nos recomiendan ir al "Amares". El comedor del primer piso es luminoso y limpio. Suculentos mejillones al vapor, lentejas/ codillo y tarta de manzana, todo regado con  godello, el imprescindible ya para nosotros vino blanco. La caboverdiana que nos atiende fala un gallego-portugués muy atinado. No es la única de esa procedencia. Muchos de los marineros que se embarcan vienen de aquel país. 


No muy lejos está Foz, pueblo que no tiene nada especial, pero cerca del cual se encuentra el castro de Fazouro, que se data entre los siglos I y III de nuestra era, y que levanta sus restos, bien restaurados, junto al mar, en lo alto de una loma: patios, habitaciones, restos de hogares, zonas de paso enlosadas que corresponderían a unidades familiares. Resulta difícil imaginar que las personas pudieran haber habitado un lugar así. 


Y hay que desviarse para ver una de las iglesias románicas más antiguas de Galicia, San Martiño de Mondoñedo. San Google nos ha informado de que la encontraremos cerrada, pero la factura externa es tan curiosa, que merece el desvío. Contrafuertes imponentes, ventanas abocinadas de medio punto, y un entorno poblado de un silencio verde de pinos, pomares y setos que conducen a la Fonte da Zapata, que al parecer brotó milagrosamente. Al menos está fresca, clara y limpia. Todo tiene un cierto aire bucólico en la tarde desierta.







En la carretera queda clara la indicación de nuestro próximo destino, A Praia das Catedraes. Sabemos que, al no ser verano, no hace falta reservar turno para hacer la visita, lo que quiere decir que no habrá mucha gente. Nuestra sorpresa es grande al ver en el aparcamiento una veintena de enormes autobuses que han descargado a sus viajeros antes de llegar nosotros. Desde lo alto del acantilado la playa se ve llena de gente. Parece un jubileo de personas que brujulean en todas direcciones, haciendo fotos desaforadamente. Nos unimos a la masa humana. El lugar resulta absolutamente grandioso por su altura, por su profundidad de perspectiva, por el sonido del mar que advierte que la marea va subiendo. Hay que descalzarse. La luz oscila entre el gris del cielo, el negro de los roquedales y el dorado de la arena, brillante cuando el agua se retira. Para acabar de componer la turistada, un gaiteiro asturiano ameniza el paseo. De todos modos, la belleza del lugar, su grandeza se nos impone y nos hace disfrutar como críos.













Y desde allí, a Ribadeo, donde hemos reservado en el Parador una habitación con balconada que mira a la ría, la que separa Asturias de Galicia gracias a la ribera del río Eo y que ahora está  perfecta para un rato de lectura. Sin embargo hemos de seguir, si queremos conocer la villa. Callejeamos por un casco antiguo que se nos aparece señorial, con sus edificaciones levantadas  por los indianos adinerados a su regreso, como ya vimos en Asturias, algunas con auténticos encajes blancos en sus miradores. El mercado, de 1925, tiene un aire art déco. Me gustaría visitar su interior, pero ahora está cerrado. 










El día ha sido agotador y toca recogerse, bajo un cielo que se va oscureciendo poco a poco. Estamos de verdad cansados. En el hotel parece que hubieran apagado la ría, aunque brillan las luces del pueblo fronterizo, ya asturiano. Casi no hay tiempo de dormir.

La mañana nos regala un amanecer glorioso hacia Levante. Salimos a desayunar hacia la Plaza donde ayer vimos una concentración de padres y criaturas que disfrutaban de todos los juegos que allí había. Descubrimos una churrería, lo que nos permite completar las tostadas con tomate, con unos suculentos churros recién hechos. Al fondo se alza la Torre dos Moreno, un edificio modernista de 1915 que parece abandonado en los brazos del tiempo. Una lástima si no lo salvan de la ruina definitiva. 

Nos han hablado de un lugar, a unos 20 kms, llamado Taramundi, al que se llega bordeando la ría hacia el interior. El valle en el que nos adentramos va levantando sus paredes arboladas al tiempo que se va cerrando, lo que se traduce en curvas constantes. Felizmente el tráfico es escaso. El pueblecito tiene su gracia.

En muchas ventanas hay macetas  pintadas como si fueran muñecos. Y un poco más allá  se encuentra el objeto de nuestro viaje: el Museo de los Molinos de Mazonovo, el más grande que hay de su género en nuestro país. Se muestran seis hidráulicos y ocho manuales. 


A la entrada hay un pequeño vídeo explicativo que habla de la importancia del agua para moler los cereales. Los tipos de piedras de moler, los diferentes mecanismos, horizontales o verticales. Y en el entorno corren los ríos Cabreira y Turía, que nutren los curiosos artefactos. Seguimos la corriente de una acequia ornamentada con verdín hacia la pequeña presa que remansa las aguas y las deja fluir mansamente, en forma de cortina sonora y delicada.


















Más allá una antigua máquina de vapor y una noria con cangilones, detenida ahora. Hay también un salto de agua a contra luz, al que se llega por un pequeño túnel de piedra. Estamos exultantes, gozando por fin de un día soleado. Somos casi los únicos visitantes, aunque suponemos que en verano debe de ser un lugar atestado de familias, dado lo didáctico del planteamiento general. 










A pocos metros del lugar se encuentra Teixois, un conjunto etnográfico en el que las casas forman parte del museo. Los techos son de oscuras lascas de pizarras que brillan bajo un sol perpendicular. Las visitas en grupo son guiadas, pero se ha hecho la hora de comer y lo hacemos en el único sitio habilitado, un viejo caserón restaurado, de gruesos muros de piedra vista con media docena de mesas. Se llama "El Mazo" y tiene la cocina al exterior bajo un hórreo elevadísimo. Huele a leña y a buena comida. Nos sugieren unas tostas de maíz con suculencias por encima a modo de aperitivo y una tortilla de patata rellena de cebolla caramelizada y queso rulo de la tierra. Es tan contundente que no nos la podemos acabar.



Hacemos el recorrido de regreso, en completa tranquilidad. No hay tensión al conducir por estas soledades. Y así, llegamos al arranque de la ría de Vegadeo en el que no merece la pena detenerse y pasamos hacia Castropol, el pueblo que vemos desde los ventanales de nuestra habitación. La ría la sobrevuela la autovía del Cantábrico y en un momento estamos ya en casa. Salimos después de descansar un poco. Recorremos la parte del pueblo que ayer no vimos. Se trata de una ruta elevada que da a la ría. Bajamos hasta el puerto. Hace una tarde rara de calor para esta época del año, 35º. 


No hay nadie en el paseo portuario y nos da pereza sólo pensar en que hay que volver a subir. El Concello ha pensado en ese problema y hay una construcción de cemento, la Atalaya, de treinta metros de altura, con un ascensor en su interior. En poco tiempo estamos de nuevo en el Parador donde nos ofrecen una "copa de cortesía". Quien nos la sirve nos dice que ésta es la mejor época para viajar, dado que en verano no se puede atender, de tanta gente como llega. Mañana empezaremos el descenso hacia Orense.

José Manuel Mora.


Comentarios

Rubén ha dicho que…
Sois unos sinvergüenzas. Los dos.