Viveiro y alrededores

Hacia el Norte

Salimos hacia el norte bajo un aguacero que cae sin furia. Chove miudiño, pero el horizonte está cerrado con unas nubes apretadas de un gris oscuro que no llega a amenazador. Unos pináculos nos llaman la atención y aprovechamos que nos podemos detener. Comprobamos entonces que estamos junto a un cementerio. Esos encajes de piedra son frecuentes en las tumbas gallegas, como veremos más adelante. El camposanto se halla en medio de ninguna parte. No sé a qué parroquia pertenecerá. 

Paramos a medio camino, en Villalba, pueblo sin gracia en el que destaca, por sobresalir por encima de los tejados, lo que queda de un castillo fortaleza, un torreón de homenaje del s. XV, octogonal, la Torre dos Andrade, hoy convertido en Parador y que fue testigo de la revuelta de los Irmandiños. Éstos tuvieron que reconstruirlo tras haberlo echado abajo. Hoy luce restaurado de forma aceptable. Muy cerca, en el muro lateral de un edificio hay pintado un mural enorme con el busto de Rosalía. No la olvidan. E fan ben.





















La carretera va encaramándose entre un bosque tupido de eucaliptos, tanto que no deja pasar la poca luz gris y húmeda que se derrama del cielo junto con la lluvia. Pronto nos acercamos a Viveiro. El navegador nos hace pasar un viejo puente que cruza la ría, en la que sestean algunas barquichuelas aprovechando la marea baja, y nos encamina hacia las afueras, por donde el pueblo se ha extendido y casi en un promontorio es donde se encuentra nuestro punto de llegada: "Thalassos Cantábrico", un cuatro estrellas más que aceptable. Además de un mocerío muy bien maqueado, que van claramente de boda, se cruza uno con gente en albornoz, que viene de tomar las aguas, termales y marinas. La habitación no está preparada todavía y, a pesar de la lluvia, salimos a explorar los alrededores.















Hay una playa minúscula que parece propiedad del hotel y que, desierta, tiene todavía mayor encanto; se puede ir recorriendo la cornisita hasta ver al fondo el otro lado de la ría entre la bruma, con un dibujo de costa accidentado. Como nos vamos mojando por llevar paraguas pequeño, regresamos, y con el coche volvemos a bajar al pueblo. 

Al otro lado del puente de arcos ojivales, del s. XVI, el Ayuntamiento ha dispuesto una zona extensa de aparcamiento gratuito, lo que permite dejar el coche y comenzar a conocer el pueblo, que se va encaramando en una ladera, lo que hace que las calles se levanten perpendiculares a la ría. Y lo primero que nos llama la atención es un arco de triunfo, la Puerta de Carlos V, de estilo plateresco, que da entrada al casco viejo, y que se levantó en honor del Emperador por haber concedido honores a la villa. Junto a él, una casa tan ancha como su puerta y las primeras edificaciones con miradores acristalados, tan típicos en el norte, para aprovechar al máximo la poca luz que hay en días como el de hoy.


La Plaza do Concello está desangelada, vacía y húmeda, las losas del suelo poseen un brillo gris. En el entorno de fachadas acristaladas destaca la del Ayuntamiento, de piedra desnuda, en la que sólo resalta una baranda superior y un reloj de sol que hoy no tiene trabajo. Las banderas indican la oficialidad del edificio. La inclinación del firme se sortea con escalones. Es un domingo tristón, sin apenas gente.


Seguimos ascendiendo los callejones que llevan a la parte más alta del pueblo, donde éste parece terminar. Y allí descubrimos una iglesia que nos resulta curiosa: Santa María do Campo. El románico de las arquivoltas de la puerta y el rosetón superior indican su antigüedad, s. XII, sin embargo las dos torres asimétricas que los enmarcan muestran que se construyeron con posterioridad. Una alberga un reloj; la otra, un campanario. Dada la hora que es, la encontramos cerrada, con lo que no la podemos visitar. Nos conformamos con su exterior y un ábside trasero trilobulado, humilde y armónico. 


Se ha hecho la hora de comer y nos han hablado de "O Recuncho", una pulpería que se encuentra en la parte baja del pueblo, pero todavía intra muros. Es sábado y las estrechas calles de la zona están sembradas de taburetes altos donde la gente come y bebe, apreritivea. En toda Galicia se acostumbra a poner un pincho con la bebida y luego ya se piden las raciones. Entramos dentro. Iván, el patrón, es un tipo que conoce el negocio que le viene de sus padres y sabe tratar a la clientela. Nos sugiere mejillones a la vinagreta, ensalada con bonito fresco del norte sobre patata hervida y una tabla de pulpo a feira. El godello, al que nos hemos abonado, combina a la perfección con lo elegido. acabamos con tarta de nueces de la casa. A pesar de estar hasta arriba, el servicio ha sido diligente y amable. Altamente recomendable. 











De regreso al hotel se impone el descanso, la eliminación de fotos, un rato de bitácora. Parece que ha dejado de llover, pero es momentáneo. Ya de noche subimos a la quinta planta donde hay un restaurante. Debe de divisarse una panorámica magnífica, pero llueve con fuerza y la oscuridad es ya absoluta. Cama y sueño.


Aquí amanece más tarde. Desayunamos con los primeros rayos de sol golpeando delicadamente en las cristaleras del enorme comedor del hotel. La muchacha de recepción nos sugiere que nos encaminemos hacia el norte por la carretera. Veremos un buen lugar para aparcar. Bajamos a la Praia d'Abrela, completamente vacía a esta hora. Las olas se deshacen mansamente en el arenal. Algún surfista aguerrido se prepara con el neopreno para cabalgar olas casi inexistentes. En verano debe de ser un sitio tranquilo al que venir. Es una gozada viajar sin prisa y detenerse donde a uno le apetece.


Nos ha recomendado también visitar la Punta do Funciño do Porco, el hocico de cerdo, un cabo al que se accede adentrándose en un bosque de altos eucaliptos y helechos que despiden un aroma acre tras la lluvia nocturna. Hay que caminar un trecho de cómoda y sombreada senda que asciende hacia la parte alta de la punta. Pronto se abre el panorama hasta llegar a un mirador. A ambos lados se precipitan acantilados cubiertos de arbustos que van desapareciendo conforme se acercan a las aguas, que ahora sí, se mueven undosas sin llegar a romper con estruendo, estruendo que no nos llega dada la lejanía. 



  








Por una pasarela de madera comenzamos una andadura de sube y baja, a prueba de buenas piernas. Tablones y escalones en piedra van coronando crestas duras con el mar rompiendo a ambos lados. Que se puede hacer lo evidencia una excursión de gente joven de mi edad que viene de vuelta con la satisfacción en el rostro. Es evidente que los jubilados actuales no tienen nada que ver con la figura de setentón formal que guardo de mi padre. La gracia está en llegar hasta un viejo faro pintado de verde, donde todo el mundo se fotografía en plan Titanic. Es verdad que el batir de las olas es ahora intenso, casi furioso, suavizado por la luz de un sol en su cénit. Uno puede imaginar mejor cómo se pone el Cantábrico cuando se enfada, tan lejos de nuestro tranquilo Mediterráneo. 




























Seguimos hacia O Vicedo, un pueblecito marinero con un puerto pesquero para barcos artesanales. El mar refulge ya sin rastro de lluvia. Preguntamos por la Praia do Caolín. Y, tras un kilómetro cuesta arriba, llegamos a un arenal de finísimos y rosados granos procedentes del material usado en una antigua fábrica de cerámica que hay a la derecha del arco playero. Los árboles descienden casi hasta el mar. La información señala que es de tradición desnudista, pero en octubre no hay nadie. Tiene un aire casi caribeño. La tentación es demasiado poderosa y decido tener la experiencia de un baño otoñal y cantábrico en un agua turquesa. Con los calores extremos de este verano, está tolerablemente fresca. Me invade, como suele, una sensación de euforia, de comunión con la naturaleza, de la que salgo feliz. 




















Nos recomiendan "O Remo" para comer. Hay pescadores y guardiaciviles a la puerta, al solecito, con una cerveza en la mano. En el primer piso todo el salón bañado de luz es para nosotros. Callos con garbanzos / sepionets plancha, y bacalao a la gallega regado con godello. Muse de limón y café. Se entenderá que no estemos cenando. Tener el hotel cerca permite el descanso antes de emprender la subida al alto de S. Roque, colina desde la que se divisa toda la ría. Antes de llegar encontramos un bar abierto, con dueña china y camarera colombiana. Ambas falan galego. Aunque esté encima del pueblo, el recorrido de 4 kilómetros es un auténtico puerto lleno de curvas cerradísimas. Pero, al llegar al mirador pensamos que ha valido la pena. Uno se hace perfecta idea de la ubicación, Celeiro a un lado, y el pueblo bajo nubes amenazadoras y un viento racheado que las arrastra, al otro, seguido de una playa abierta que no habíamos situado.


Una vez aparcados en la calle Cervantes vemos la iglesia de S. Francisco, que alberga un museo permanente de imaginería religiosa, en hornacinas acristaladas en torno a un claustro de sobriedad dieciochesca donde el tiempo se ha detenido. La iglesia está cerrada, por lo que sólo podemos vislumbrar a través del ventanuco de la puerta las típicas vigas de madera, tan franciscanas, y una vidriera gótica simplicísima. Pero no deja de llamar nuestra atención que en la fachada principal haya dos arcos laterales, en ojiva, como si hubieran sido semi enterrados a ras de suelo y a distinta altura cada uno. Da la impresión de haber sido construida en fases completamente diferentes.













Queremos llegar hasta la que hemos entrevisto desde las alturas, Praia das Covas. Es propiamente urbana por estar integrada en la parte nueva del pueblo, a la vez que un arenal salvaje donde crecen toda clase de hierbajos y flores raras; una sola ola se desmaya en la arena ante un único pescador. El leve rumor adormece. Buen lugar para la meditación. Al final del paseo playero, ahora completamente nacarado por la luz, destaca el islote Os Castelos, con una orografía arbolada que recuerda las gibas de un camello emergiendo chorreantes del mar.































A esta hora del atardecer y tras el atareado día, el recorrido nos aporta la serenidad dominguera de algunos paseantes del lugar. Ya en el hotel, derrotados, ni cenamos. Tan sólo subimos a la quinta planta para observar la panorámica nocturna. Hay que planificar para mañana.

José Manuel Mora.   



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