A Ribeira Sacra

Lado lucense

Amanece con un cielo encendido de naranjas, rasgado por nubes de gris diagonal. Desayunamos en el pueblo, en el mismo lugar de ayer, donde hacen unas tartas exquisitas. Y, ya reconfortados, enfilamos hacia el Sur, en busca del embarcadero de la Diputación, en la ribera derecha del río Sil, la lucense. En mi época escolar cantábamos para recordar: "El río Miño lleva la fama, pero el Sil lleva las aguas".

La carretera culebrea estrecha en las alturas, pero nadie circula por ella. La tranquilidad es total a esta hora de la mañana. Las laderas se despeñan, casi verticales, hasta 50º de pendiente, cuajadas de vides, hasta que aparece el río allá abajo, oscuro y misterioso. Los viñedos están perfectamente escalonados, ordenadamente, ocupando la tierra en forma de bancales estrechos, que dejan justo el espacio para pasar entre ellos y recolectar. A estas alturas del otoño sus hojas están empezando a enrojecer. Es época de vendimia. Estamos en la Ribeira Sacra, cuyo nombre proviene del hecho de que gran parte de los terrenos cultivados fueran propiedad de los distintos monasterios que se encuentran diseminados por la zona.


El embarcadero está vacío a esta hora. Las pasarelas descienden hacia el pantalán, donde hay dos embarcaciones esperando. Hay un puente que salta el cauce hacia el lado orensano, donde se ve otro embarcadero para quienes llegan por el lado sur. Los coches se van deteniendo en un aparcamiento más que suficiente y la gente toma un café mientras se hace la hora de embarcar.

Se siguen tomando precauciones y, al subir a cubierta, hay que ir embozados con la vieja mascarilla, pero cuando ya nos hallamos en el centro del río, tanto en proa como en popa, o en la parte superior, se puede ir respirando libremente. La guía, licenciada en Historia y Agricultura, posee mucha y buena información: económica, histórica, artística. Y nos enteramos de que navegamos por un río represado aguas abajo, por lo que la profundidad varía entre los 50 y los 100 m. A ello se añade la altura de las laderas que forman el cañón y que llegan a los 500 m. de altitud, con lo que la sensación de insignificancia ante la poderosa naturaleza aumenta. 


Es curioso comprobar que las dos riberas son diferentes: la derecha, soleada, está cubierta de cepas, mientras que la de la izquierda, en la que no da el sol, la vegetación es de características atlántico-húmedas, con madroños, brezos, abedules, castaños, todos en formación apretada, cubriendo las pendientes. El río, de formación tectónica, deja a la vista roquedales graníticos manchados de verdín, con formas inverosímiles. El aire riza el agua y luego llega la lluvia. Otra sorpresa es saber que los cosechadores de la uva son, en su mayoría, personas de más de 80 años. Los jóvenes emigran. Es una de las grandes tradiciones gallegas, marchar a buscarse la vida. 
















La barcaza da la vuelta sin que nos apercibamos siquiera y, cuando nos queremos dar cuenta, han pasado las dos horas de travesía. Retomamos el coche y pasamos por el puente que vimos al lado orensano. En el primer caserío con el que tropezamos, Teixeira vemos anunciado el "Mesón Lelo". Y entramos. Es grande y familiar. Está casi todo reservado, pero somos de los primeros y nos sentamos. El servicio fluye al estar llevado por personal acostumbrado a atender a mucha gente. Zamburiñas exquisitas, mejillones con verduritas algo picantes, y merluza de plato fuerte. Arroz con leche y muse. Hoy tampoco cenamos. El local se ha ido llenando de jubilatas y familias numerosas. se va formado el típico guirigay "muy español y mucho español", que diría el otro. 


Siguiendo nuestra ruta, sin buscarlo, vemos una indicación que señala el Mirador das Penas de Matacás (Peñas de Matacanes sería una traducción pedestre. ¿Arrojaban a los animales desde la altura?). Y en medio de un paraje solitario se abre entre los pinos un imponente panorama del río, a vista de pájaro. El silencio es tan profundo como el tajo que forma el cauce con su curva sinuosa. El mundo parece haberse detenido. Nada turba el momento. Plenitud no buscada. Magia de la Ribeira. 


No muy lejos está Castro Caldelas, pueblito que se ha colado en la lista de "los más bonitos del país". Su nombre ya indica que está situado en una colina donde se ubicaba un campamento romano y que hay fuentes de aguas termales. Las calles están empedradas. Por encima de las casitas bajas se yergue la dentadura de piedra de una torre de homenaje con su muralla doble, su camino de ronda y un patio de armas. Es lo que queda de la fortaleza de los condes de Lemos, del s. XIV. Los "irmandiños" la derribaron en una de sus revueltas, sofocada por el conde, que los obligó después a reconstruirla. A la hora que llegamos, ya no pudimos entrar para visitar el interior. Al final de la villa hay un cementerio abierto al público, junto a la iglesia de Santa Isabel (s. XVI), desde el que se divisa un panorama de colinas suaves y nubes amenazadoras. 


















Más adelante se halla Xunqueira de Espadanedo. Aquí hemos quedado con la guía del lugar. Orballa. Nos llama la atención una puerta de piedra granítica de corte manierista, que da paso al Concello y al portón que nos abre la muchacha, que se abre a un claustro del s. XVI, con sólo tres lados de arcadas y el resto abierto al verdor de la lluvia. Resulta emocionante estar aquí sin nadie, viendo deshacerse las nubes en una lluvia mansa.  A su lado se encuentra el Monasterio de Santa María, de tres naves y ábsides semicirculares. El estilo es un sobrio románico cisterciense del s. XII. En su interior nos asombra un retablo manierista, hermosamente esculpido en madera policromada, con personajes de un realismo cotidiano.











Hablamos con la guía, y nos extrañamos de que viva allí, tan alejada de todo. Dice que Orense no le queda lejos. Bajo el coro nos señala las vigas de madera que lo sustentan y que muestran unos rostros que parecen reírse de alguna broma que sólo ellos conocen. 





Con una lluvia baja, y una neblina de fondo que difumina los árboles y que casi nos impide ver la carretera, en media hora más estamos entrando en la capital, que tiene una orografía complicada. El navegador nos conduce con facilidad hasta el hotel, un NH en esta ocasión, no muy lejos del casco antiguo de la ciudad. 


Tras un breve descanso, salimos a dar un paseo. Ha templado y ya no llueve. El ambiente es sabatino. Abundan las galerías comerciales, tan necesarias en estos climas lluviosos, ahora venidas a menos, librerías enormes y muchos bares donde tapear. En la Plaza do Ferro la calle se divide en tres peatonales. La del centro lleva a la catedral, un edificio imponente. Están diciendo misa, así que seguimos hacia la Plaza Mayor, en cuyo centro han instalado una enorme cúpula de plástico transparente bajo la que se puede transitar. Pero el día se ha hecho largo y hay que regresar para un merecido descanso.


José Manuel Mora.












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