Oseira

Complejo monástico

Al amanecer, una bruma algodonosa sestea sobre las aguas tranquilas del Miño que vemos desde el balcón de la habitación, pero no llueve. En esta ocasión no nos resistimos al bufé del desayuno, que resulta aceptable. Mi hermano ha puesto deberes. De no ser por él, nos habría pasado desapercibido el que dice es el mayor monasterio de Ourense.


Y, como nos coge de camino, decidimos parar en Santa María de Oseira, que toma su nombre de un río cercano. Se trata de la iglesia y el cuerpo de un edificio monástico imponente, situados en forma de L, al que se accede al pasar un arco a modo de los de triunfo, que delimita el territorio monacal, y cuyos muros están decorados de musgo gris, amarillo, negro. La visita es guiada, comienza a las diez y media y está completa para un grupo de setenta jubilatas. A pesar de que no admiten a dos personas más, esperamos pacientemente resguardados del orballo a la entrada del monasterio cisterciense, al pie de unas columnas salomónicas.










Al final, la persona encargada de franquear el paso se apiada y nos deja pasar para poder visitar los claustros de la abadía, reconstruida tras un incendio ya en el s. XVI, aunque el almohadillado de la fachada del monasterio se realiza al estilo de la de la iglesia, a pesar de levantarse ya en el XVIII. Tras la Desamortización quedó abandonado y casi en ruinas, hasta que a mediados del XX se inició la reconstrucción con el regreso de los monjes. Al cruzar el portalón de entrada, queda a la izquierda una gran escalera de honor con una curiosa decoración en los peldaños, un arco potente ornamentado con casetones. El primero que encontramos se llama de los Caballeros, por ser donde éstos dejaban al llegar sus monturas. Es del XVIII, e incluía hospedería y las estancias del abad. Una vez más se repite el hecho de que seamos los únicos que vagan bajo las arcadas de los recintos, lo que nos permite disfrutar de ellos mucho más. El cielo gris combina bien a esta hora con el granito oscuro de las bóvedas de los arcos, y con el verdín que trepa en los contrafuertes de los muros. En el centro, una fuente seca.
























El segundo se llama de las Procesiones, del s. XVIII, usado para poder circular bajo sus arcos clásicos y limpios de adornos en días de lluvia y conmemoración. Entre las ventanas del cuerpo superior se incrustan unos medallones con retratos de personajes perfectamente individualizados y muy expresivos, que se recuperaron del claustro originario del XVI. Son rostros monjes de la orden y de gentes de la vida civil. El césped ha brotado y cubre todo el terreno que rodea una fuente coronada por unas águilas, copia de la original, que fue trasladada a Orense. Hay un aire de descuido, casi se diría de cierto abandono.











Y aún queda un tercero, llamado de los Pináculos, que curiosamente sólo tiene tres alas; falta la de poniente, tal vez para no privar de luz la sala capitular. Las que son de tracería gótica permanecen doradas, limpias, con una restauración que recibió el premio Europa Nostra a este tipo de trabajos. También la fuente central es copia de otra llevada a la capital.




 















Cuando llega el autobús con los turistas, nosotros decidimos pasar a visitar la iglesia. Para conseguirlo, compramos chocolate al fraile que regenta la tienda, que es quien nos abre la puerta amablemente. Pasar bajo el amplio arco de tracería que sostiene al coro es ya impactante, pero al llegar al crucero, nos encontramos bajo una cúpula airosa sobre cuatro pechinas decoradas con figuras de obispos coloreadas. Los nervios están pintados en tonos ocres. A ambos lados, y dando paso al deambulatorio, se hallan dos retablos formando arco, con figuras bellamente talladas en madera, que conforman una escenografía absolutamente teatral. Estamos asombrados.






Pero aún no hemos visto lo mejor. El numeroso grupo de turistas nos alcanza y nos unimos a ellos para entrar a la sala capitular, donde se reunían los monjes, un locus memoriae, auténtico bosque de columnas que se retuercen sobre sus fustes estriados y con decoración floral, y que se abren en sus capiteles, como si fueran palmeras pétreas, creando un trenzado de nervaduras en el techo. Algo del género creo que sólo lo he visto en Bath, un gótico flamígero muy inglés, o también con el estilo manuelino lisboeta, aunque estemos tan lejos, y que aquí se construyó a finales del XV. Para lograr hacer las fotos sin gente, hay que esperar con paciencia a que todos hayan salido, pastoreados por el guía.

















Me entero con posterioridad de que el monasterio posee una biblioteca con cerca de 30.000 volúmenes que no me hubiera importado ver. Tal vez no se permite la visita por ser zona monacal, como sucede con las dependencias que están en la primera planta, el refectorio, la cocina, el solarium y el dormitorio de los ancianos. Queda todo ello tal vez para una próxima ocasión. Salimos por fin al exterior y, aprovechando que no llueve, damos una vuelta por los alrededores, por donde discurre el riachuelo que da nombre al lugar y en el que hay una pesquera que amansa unas aguas ya de por sí tranquilas. 








En el coche, ya de camino a la capital jacobea, se levanta una niebla espesa que me hace ir con cuidado y que acaba disolviéndose por fin en agua. Esto es Galicia, parece decirnos. Que no se os olvide.


Queda un última entrada en este blog, que servirá de despedida y cierre a este maravilloso viaje pasado por agua.

José Manuel Mora

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Gracias, José Manuel porla información tan bien elaborada.

Juana ha dicho que…
Es una delicia leerte y la imaginación vuela. Muchas gracias !