Ourense

Capitalinos

He titulado así la entrada porque, al buscar billetes de tren, no me aparecía la ciudad al teclear "Orense".  El topónimo en gallego parece que se ha naturalizado definitivamente. En el hotel hay un juego curioso de agua que resbala por la pared a la entrada entre brillos y matices. Forma una pintura abstracta que no puedo por menos de fotografiar. 


Desayunamos en el pequeño bar de la esquina, atendido por chavalas colombianas. En la tele un concurso infame que entretiene a los madrugadores. Las calles están dominicalmente vacías y no acaba de llover. La serenidad del paseo mañanero es total. La iglesia de Santo Domingo es la primera que encontramos, llena de parroquianos de edad. No queremos molestar. Seguimos hasta el Parque de San Lázaro, frondoso y cuidado. Enfrente está la iglesia de San Francisco, con techo de madera, como suelen los franciscanos, y un altar ojival de vidrieras coloreadas al fondo de estilo claramente gótico. Sobria y elegante. Nada que ver con la de los dominicos, adonde volvemos terminada la misa, barroco gallego en sus retablos interiores. Quitan el hipo.


Pero nuestro objetivo hoy es la catedral, que anoche no pudimos visitar. Ya vimos que su fachada principal está cubierta de andamios y lonas, debido a la restauración de su pórtico, casi tan importante como el de Santiago, aunque yo de eso no estuviera enterado. Las imágenes en San Guguel me lo han descubierto y cuando esté acabado seguramente merecerá por sí mismo una nueva visita. Tiene más empaque todavía, debido a la escalinata que conduce hasta ella, con el añadido de la asimetría de una sola torre a su lado izquierdo.


La portada lateral es de un románico abocinado, con apóstoles apostados en los fustes de las columnas, de clara influencia mateana. Sobre ella, un precioso rosetón, y a su flanco una vidriera ojival, muestra del tiempo que llevaba construir estas moles, del s. XII al XIII. La climatología ha deteriorado las figuras de piedra lavada. Siguen siendo hermosas por su ingenuidad.




















Calle abajo está Santa Eufemia, con una fachada de mucho movimiento, al estilo de las que vimos en Sicilia. Y, siguiendo la calle, nos sorprende el Liceo, que se aloja en una antiguo pazo del s. XVI con un patio plateresco de dos alturas, y su interior cubierto por una linterna de cristal del XIX. En el centro, una fuente y unas mesas, donde se puede uno tomar un café con calma y en silencio. Como suele suceder en estos lugares, se fomenta la cultura, con exposiciones fotográficas o con una buena biblioteca, perfecta para leer la prensa, aunque sea para un único usuario. Hay también salas de juego, de baile y otra para conferencias. Además el café resulta que está rico. Placeres provincianos.


















Ya sin oficios, entramos en la catedral. Es uno de los templos románicos más grandes de España, ochenta metros de nave central, ya en transición hacia el gótico cisterciense, con su altura de ojivas casi flamígeras. Entre lonas y pasos prohibidos podemos vislumbrar en el pórtico exterior algunos de los bellísimos apóstoles, de influencia compostelana, coloreados ya en el XVIII. Al pasar bajo el impresionante cimborrio octogonal, se llega al altar mayor, que luce un imponente retablo gótico tardío de influencia holandesa, brillante en su dorado acabado. 


En la misma dirección se encuentra la Plaza Mayor con su "igloo" de plástico, ahora con la luz del día casi más irreal. Y más adelante todavía As Burgas, nacimientos de aguas termales a 60º, que despiden un vapor caliente y que brotan de fuentes dieciochescas. Casi de casualidad, cuando vamos volviendo, encontramos "A Taberna", recomendada por la recepcionista del hotel. Aunque está todo reservado por ser domingo, como es relativamente temprano, nos ofrecen una mesita en un rincón del comedor. No me resisto ha señalar el menú: croquetas con queso frito y boquerones en vinagre, sopa de pescado y marisco para uno y rape para el otro. Manzana asada con turrón, todo regado con el imprescindible godello. Nos invitan a un P. Ximénez y cobran a la altura del festejo. Ha valido la pena. Se impone una siestecita. Y, como no llueve y nos han hablado de un pueblo cercano, Allariz, decidimos acercarnos. El casco viejo es de suelo de losetas brillantes y pulidas por los pasos y la lluvia. Se ha gentrificado y las casitas de la calle principal se han convertido en outlets, lo que tal vez ha provocado que todo luzca remozado y curioso. En la Plaza del Concello empieza a llover a modo. El agua forma regatos que buscan la pendiente. Hay que resguardarse, porque el cielo está más negro que gris. Nos mojamos de todas formas. Tal vez sea el primer día en que de verdad hemos sabido lo que es la lluvia gallega. La iglesuca románica, cerrada, tiene un ábside muy atractivo en su sencillez.













Cuando me veo por fin a salvo, de vuelta en el hotel, no me lo acabo de creer. Y aún sacamos fuerzas para bajar a ver A Ponte Vella, de origen romano, desde la pasarela del centro comercial que se levanta junto al río. Se reconstruyó en el s. XIII, de ahí sus arcos apuntados, y durante siglos fue importante para salvar el Miño, que ya baja caudaloso. Queda poca luz. Habría que verlo de día. Ha llegado la hora de descansar.


José Manuel Mora.

 

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